domingo, 22 de febrero de 2009

Pasajero

Me despertó el sonido estridente del timbre. Llevaba alojado en esa residencial cerca de cinco días y todavía no lograba acostumbrarme al metálico y monocorde llamado que solía ahuyentarme el sueño en mitad de la noche. Mas que residencial, aquel lugar consistía en unas piezas de dudosa construcción en donde alojaban esporádicamente pasajeros, que como yo, se quedaban por lo general un par de semanas debido a su cercanía al centro de la ciudad y a sus bajos precios, los que obviamente impedían cualquier asomo de reclamo o protesta por malestar alguno. Al poco tiempo comprendí que el verdadero negocio era arrendar las piezas por horas a furtivas parejas en mitad de la noche, y recordándolo bien, creo que era un excelente negocio dada la cantidad de parejas que acudían a aquel lugar.
Los pasos de la encargada se arrastraron por el piso haciendo crujir la madera. Era ésta una mujer de gruesas y prominentes formas, de rostro siempre ojeroso y cabello desgreñado, su mirada hosca y amenazante impedía cualquier acercamiento amistoso hacia ella. Daba la impresión que siempre estaba recién levantándose y lo hacía y caminaba con una lentitud exasperante.
- ¡Ya van, ya van!- exclamó molesta por haber despertado para atender a quienes urgentemente deseaban un nidito de amor. Eran cerca de las cinco de la madrugada y el amanecer se adivinaba en el color del cielo, en el trinar de algunas aves y en el aumento paulatino del tránsito de vehículos. Era muy probable que a ella no la invitaran desde hacía bastante tiempo a un lugar como aquél y tal vez de ahí provenía su mal genio. La imagine bostezando enfundada en esa bata de dormir azul, abriendo la puerta, transando el precio con los posibles clientes para luego pedirles la identificación. La escucho decir un par de palabras inteligibles y conducirlos a la que seria su pieza, justamente al lado de la mía.
-¿No se acuerda de mi?- preguntó el hombre con su rostro pegado al cuello de la mujer sentada en la barra de aquel atestado bar. Eran cerca de las cuatro de la madrugada y la risa y los gritos surgían espontáneos producto del alcohol que calentaba la sangre. Ella lo miro como entre brumas, como si un lejano recuerdo nublara su mirada. Su mano elevo la copa y apuro su contenido de un sorbo. La música estridente apagaba las voces y era necesario acercarse mucho para escuchar las palabras que pronunciaba este individuo. Lo miró con tristeza, como añorando viejos tiempos que nunca volvieron. Años a la espera entre bailes y fiestas, aguardando el paso seguro de aquel que se presentaba y que sin embargo, no era. La transacción fue rápida, el hostal quedaba a pocos pasos de allí y además estaba cansada, la noche estuvo floja y ya se terminaba, a mediados de mes no hay plata y el sueño y el trago le habían amargado el ánimo.
Intente dormirme, metí mi cabeza debajo de la almohada y me cubrí por completo con las sabanas, pero era inútil. El sueño huyó y muchos recuerdos acudieron a mi memoria. Pensé en la urgencia de dormir y en el dinero gastado en esa miserable pensión, vieja y sucia, llena de baratas que recorrían las paredes en forma frenética y que ya me había cansado de espantar. Pensé en que tenia que levantarme temprano para ver la posibilidad de algún trabajo, que a fin de cuentas era a lo que había regresado, gastándome de paso hasta el último peso que tenía reservado para ese único y determinante objetivo. Hacia varios años que no venia a esta ciudad, la conocía bien es cierto, sin embargo algo había cambiado, la gente tal vez. Eran las mismas calles, las mismas casas viejas, la misma avenida principal con sus árboles como colgando de los cerros y con el mismo sabor salado del aire partiendo la piel, ese que tan bien conocí en un millar de noches largas y descarriadas que se ocultan en algún rincón de mi memoria y que tienden a aparecer en noches como ésta, cuando el quejido leve y dulce de una mujer se filtra a través de la pared. También estaba lo otro, pero de eso no vale la pena acordarse, o quizás ella no se acuerde y quien sabe, tal vez jamás me recordó.


La mujer arrastró al hombre por la calle solitaria y fría. Éste la abrazaba y a la vez que hundía su cabeza en el pecho de ella intentaba caminar, trastabillando cada cierto tiempo producto del ron y otros entremezclados licores que embotaban su cabeza. Su aliento alcohólico no era lo que la molestaba. Tampoco esa manera tan grotesca de recorrer su piel con esas manos duras por el trabajo en las minas. No era que estuviera casi inconsciente, ni su súbita explosión de ternura al momento de pagar con esa expresión de niño culpable que tan bien conocía. Lo que verdaderamente la aterraba, era la espera interminable del amanecer, sola, siempre sola, pues las horas pagadas se terminan y hay que marcharse, ella a su casa arrendada al final de la calle y él, avergonzado, se iría a su hogar y le mentiría a su mujer, le hablaría de la juerga con los amigos y los tragos de mas, y de ella, pese a haberle jurado que era la primera vez que lo hacia, se olvidaría para siempre.


Me levante de un salto y me dirigí a la salida. El aire frió de la noche me recibió dándome su gélida bienvenida como si se alegrara de volverme a ver transitar sus impredecibles vericuetos. Con inusitada alegría me encamine al bar de la esquina, me senté en la mesa mas alejada de la puerta y pedí algo de beber. Después del tercer trago los problemas se fueron poco a poco diluyendo y la atmósfera alegre que inundaba el lugar me entibio el espíritu. Observé a la gente bebiendo y riendo, hablando de cosas superfluas porque no era la ocasión para otra cosa, tal vez para mirar un poco a la mujer de la otra mesa, que pese a estar acompañada, no dejaba de coquetear descaradamente. Sentía la música brotar de los parlantes con fuerza, las luces reflejadas en las copas de la barra le daban a todo un aire fantasioso, casi irreal que me gustaba, o quizás solo era que a estas alturas ya estaba un poco ebrio. Fue entonces cuando la descubrí, estaba sentada en el extremo de la barra que daba hacia la calle. No había duda de que era ella, aún tras haber transcurridos varios años, mantenía la misma mirada lejana y melancólica que alguna vez me había trastornado, ese aire inquietante que da el caminar demasiado la noche. Me aproximé entonces con decisión a donde estaba y acercándome mucho a su oído le pregunte:
-¿No se acuerda de mí?-

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