domingo, 23 de agosto de 2009

Por vino me quedé sin penas


La culpa fue del vino le dije, mientras me vestía y ella desnuda miraba el cielo tendida sobre la cama. Hay culpas imposibles de asumir. Y en cierta forma pudiera ser comprensible. Existía toda esa mezcla odorífera impregnando la atmósfera, ese estremecimiento visceral enardeciendo la piel y el salobre sudor mezclándose con saliva en la comisura de los labios. Estaba la sensibilidad angustiosa en la yema de los dedos y la urgencia extrema de perderse en un abrazo en la antesala de la embestida inicial. Pero insisto, la culpa fue del vino, un cabernet de excepción, de afrodisíacas y almizcladas cepas, que cual poción milagrosa, sembró el rubor en las mejillas asombradas derribando de paso cualquier asomo de pudor u decencia según como se mire.
La culpa la tuvo el vino y el par de botellas vacías que yacen victoriosas sobre la mesa recogen mi silueta totalmente saciada que huye rumbo a la puerta. Escapa de lo que vendría, de lo que yo suponía inevitable y para lo cual no poseía respuesta alguna. Pero nada de ello aconteció. Ninguna sílaba pronunciaron sus labios aparte de un inaudible hasta pronto resignado y un último abrazo de despedida. Entonces fue que el vino inocente, en un acto de venganza justiciera por tantas condenas en noches como ésta, escanció de un golpe la culpa sobre mí.

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