jueves, 23 de julio de 2009

El brindis de despedida


Fue en el año 1985. Osvaldo Villanueva intentó dos veces quitarse la vida y no lo consiguió. Cansado de la insatisfacción permanente de sus días, de la amargura crónica que envolvía sus palabras. Pensó en el suicidio como única solución a tan desastrosa existencia. La razón de tal comportamiento la encontró luego de largas sesiones con su siquiatra. Según éste, su depresión se debía a la muerte de sus padres. Esto último ocurrió durante su niñez, pero ni siquiera él lo recordaba claramente. Saber que lo del fuego fue un accidente y que la providencia o más bien la suerte, (Osvaldo era un ateo acérrimo), lo salvó de morir quemado igual que sus padres, no disminuyó ni un ápice su fatalidad.
La primera vez fue un sábado por la mañana. Luego del desayuno y haber revisado el periódico. Ató el extremo de una cuerda a la viga que pasaba por el cielo de la vieja cocina y el otro extremo lo anudó fuertemente a su cuello. Saltó entonces de la silla en donde se había subido, pero la viga semipodrida no resistió sus 90Kg. de peso y toda su humanidad fue a dar al suelo en un aparatoso aterrizaje. Para la segunda ocasión optó por las píldoras. Se tomó decenas de pastillas tranquilizantes mezcladas con la mejor botella de ron que tenia en la licorera. ¿El resultado?, una pérdida parcial de la memoria inmediata y un desastroso dolor de estómago luego del lavado que le hicieron en la posta central. Sólo recuerda una serie de sondas entrando y saliendo de su cuerpo y la inmutable indiferencia de las enfermeras, seguramente hastiadas de los frecuentes casos como el suyo. Así es que definitivamente desechó de momento la idea del suicidio. Al menos hasta encontrar algún sistema más eficiente y menos doloroso.
Convencido de ser presa de una mala suerte congénita. Decidió enfrentar sus fantasmas depresivos, total que puede perder. Opta entonces, por disfrutar lo que más pueda los años que le quedan de vida. Pensando claro, antes de encontrar una nueva ocasión de suicidarse. Es aquí que invierte la mayor parte de su salario en comprar valiosos y elegantes trajes. También unos zapatos a la moda y un elegante reloj, y un sombrero de tela, que aunque no se usan, siempre quiso tener uno. La mayoría de sus chaquetas son de cuello alto para intentar ocultar la desagradable cicatriz que le cruza el cuello producto de su primer intento. Así es que aperado en todos estos detalles cosméticos se lanza al encuentro de cuanto evento social tenga conocimiento. Rodearse de gente era la mejor terapia que pudo imaginar e increíblemente, la única que su siquiatra no le recomendó. Siempre sospechó de él. Era probable que fuera tan amargado como él mismo.
Se hizo habitué de cines y teatros. Asistió a cuanto evento artístico o deportivo hubiera y fue asiduo oyente a los mítines políticos de la época. Iba también a clubes y discotecas, en donde se hizo conocido por sus generosas propinas. Tenía Osvaldo la caballerosidad precisa para tratar a la variada fauna que rondaba aquellos lugares y por ésto también lo reconocían. Y así todo se transformó en una rutina. El constante deambular de local en local, de calles y más calles huyendo bajo sus zapatos. Buscando en el lugar más inesperado quién sabe que esperanzadora redención.
Fue en uno de estos clubes que la conoció. No recordaba el nombre, sólo que estaba al final del callejón y que eran las cuatro de la madrugada. Su nombre era Natalia y era bailarina del local. Bueno, en realidad era toplera, striptisera o como quiera que le digan. Eso no le importó. Criatura más hermosa que ella nunca había visto. Se enamoró perdidamente de aquella mujer de pelo negro y mirada calma, sosegada, al igual que sus palabras. Asistía todas las noches que actuaba a ver su show y era el único que enviaba una caja de chocolates al vestuario de la chica. Ella sonreía agradecida, pero a su jefe el asunto no le parecía nada bien y cada vez que podía la sermoneaba por compartir demasiado con ése cliente. Sin embargo a ella no le importaban sus opiniones, por el contrario. Incentivaba las visitas de Osvaldo ya que también le había atraído. Le llamaba la atención lo educado que era y su mirada franca, directa, que en el fondo ella creía adivinar una inmensa soledad y ternura. Sería que a ella le pasaba algo parecido. La soledad acompaña a todos los que rondan éstos sitios.
Pasaron tres meses de haberla conocido y ya la acompañaba hasta el lugar donde vivía. Al cabo de un tiempo empezó a quedarse al menos unas dos noches a la semana, luego fueron tres, hasta que un día decidieron juntarse a vivir definitivamente. Transcurrió un tiempo más y Osvaldo le pidió que abandonara su trabajo. Le explicó que con el sueldo que él ganaba era suficiente para mantenerlos a los dos, que él cubriría cualquier necesidad que ella tuviera. Natalia aprobó de buena gana la idea y al día siguiente le dijo a su jefe que renunciaba. Éste aceptó a regañadientes. Era la mejor chica del local y de seguro perdería algunos clientes. Pero a pesar de aquello igual le deseó suerte en la nueva vida que comenzaba.

Osvaldo era feliz. Su vida transformada por completo giraba en torno a ésta mujer. Todas sus conversaciones, ya sea en el trabajo o en el almacén en donde hacia sus compras, tenían como tema principal su relación con Natalia. Los vecinos del barrio comentaban lo cambiado que estaba. Si hasta conversador se había puesto. Sus ojos se iluminaban solo al mencionarla. Ella, que por entonces ya tenia varios meses de embarazo, había aceptado casarse con él. Para aquello reservaron hora en el registro civil y prepararon una pequeña celebración a la cual solo invitaron unos pocos compañeros de trabajo de Osvaldo, dado que no era posible hacer lo mismo con Natalia. A ella su familia la abandonó siendo pequeña y pasó la mayor parte de su niñez en orfanatos. Un día se escapó y de una u otra manera logró sobrevivir. Por lo tanto no tenía a nadie conocido a quien invitar a su boda.
Los meses fueron transcurriendo raudos y el vientre de Natalia cada vez se hizo mas abultado. Osvaldo aseguraba que sería una niña y ella decía lo que mi Dios quiera. Previsores, ya habían adquirido ropa para la criatura, pero en colores neutros con tal de que pudieran ser usadas de todas maneras. Él arregló una habitación y la llenó de numerosos juguetes. Por su parte Natalia, pese a no saber nada de costura, confeccionó un hermoso juego de sábanas para la cuna de su bebé, con bordados de flores y dejándole el espacio suficiente para poner las iniciales. Dependiendo de lo que fuera. Porque ya tenían sus nombres elegidos. Serian los de ella, Natalia o los de él, Osvaldo. No pensaron en ningún otro porque solo estaban ellos. Era de ellos su felicidad. No existía nadie más en sus vidas y la verdad es que poco les importaba porque eran felices igual, de todas formas, como aferrados a esta felicidad cual tabla de salvación en un mar inhóspito. Esa alegría de vivir tan esquiva para ambos tiempo atrás, contra viento y marea, con los dientes, con el alma en cada acto, hasta el mas simple y cotidiano, como el de preparar la maleta para la hora señalada, el momento del parto, que ya llegaba aquella noche…


Me estaba quedando sin el final de la historia. El auxiliar del bus nos hacía señas de que debíamos abordar para continuar el viaje al norte. Llevábamos 10 horas de marcha y nos quedaba algo similar para llegar a destino que era la ciudad de Iquique. Nos habíamos detenido para llenar el estómago, estirar las piernas, fumar un par de cigarrillos y más de alguno, como en mi caso, bebernos una cerveza para capear el calor que reinaba allí en medio de la nada. Esto aconteció hace dos años más o menos. Entonces viajaba constantemente por razones de trabajo a distintas ciudades del país. Era vendedor de una empresa de repuestos y me trasladaba de aquí para allá con mi maletín lleno de ofertas, aumentando considerablemente el kilometraje de mis huesos. El 2003 los vuelos en avión no eran convenientes para mi bolsillo.
Lo primero que llamó mi atención al descender del bus, fue el mendigo que se acercó al chofer a preguntarle si le podía limpiar el parabrisas a cambio de algunas monedas. Me fije bien en él. Era un hombre corpulento, algo encorvado, con su pelo canoso desgreñado. Su aliento apestando a alcohol y su mirada extraviada daba cuenta de largos años en ese estado, sin embargo se notaba algo en su manera de hablar que llamó mi atención. Era su voz profunda e inusitadamente calma. También estaban esos ademanes exagerados, indignos, casi humillantes que pretendían ser agradables con el único afán de ganarse un trago. Me acerque a él y le ofrecí una cerveza helada, la cual agradeció de sobremanera y comenzó a contarme aquella extraña historia. Vestía unas ropas bastantes desaseadas y lucia una barba de varios días, su mirada vidriosa se estacionaba por momentos en el espejo contemplando su reflejo y hacia pausas demasiado largas para mi gusto, pensando obviamente en que tenía poquísimo tiempo de escucharle.
El auxiliar hizo el último llamado y me subí al bus a regañadientes, preguntándome que habría sido de Osvaldo, de su mala suerte y de su amor por Natalia. Cuando estuve en mi asiento al lado de la ventanilla, el bus encendió el motor y comenzó a ponerse en marcha, fue entonces que el mendigo, que nunca me dijo como se llamaba, se acercó un poco al bus y levantó el vaso a modo de despedida y desde arriba pude ver, bajo el cuello subido de su chaqueta, la cicatriz que serpenteaba su garganta. No alcancé a despedirme, porque el bus ya continuaba el viaje.

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