El
tiempo nunca es como queremos, las horas adquieren esa duración impensada
dependiendo de las circunstancias. A veces las horas son interminables y
desesperadas, imposibles de soportar, y otras se escapan furibundas e
instantáneas por un destino impensado.
A veces sólo escucho el gotear interminable de
la llave que me dijo reparara y que no hice. A veces no quedan más que siluetas
fantasmales bailando y riendo a mí alrededor. Supongo que no estoy alegre,
aunque triste tampoco estoy. Pussycat se fue a la salida del sol con destino
desconocido, dejó su cepillo de dientes, unas medias rosadas y una argolla de
plata que encontré esta mañana debajo de un sillón. El café humeante que sirve
Javier en el lugar de siempre, no huele igual y los cigarrillos sin filtro son
más fuertes que nunca. Al leer el periódico ya nadie me interrumpe para
preguntar por el horóscopo del día, ni para criticarme por fruncir demasiado el
ceño. Ya no tengo que atorarme con las tostadas por apurarme en ir a dejarla al
trabajo, ni limpiarme el lápiz labial que dejaba en mi mejilla al despedirse.
No tengo que romperme la cabeza pensando en la marca de leche descremada que me
encargó le comprara. No tengo que comprar entradas para el teatro del Viernes,
ni reservar mesa para dos en la cena acostumbrada de fin de mes.
A veces me sorprendo reservando su revista
quincenal en el kiosco de la esquina o comprando una pizza para dos a la hora
del té.
No he
cambiado las flores marchitas que dejó en el jarrón de la mesa, ni he borrado
el beso que estampó en el espejo al marcharse.
Pussycat
se marchó hace tanto tiempo ya, pero no se siente el abandono,
ella
aún sigue aquí.