Mi gato Dámaso está perdido. Lleva cinco
días sin volver y ya me estoy temiendo lo peor. Beatriz me dice que lo vio a un par de cuadras
de la casa, estaba sobre un techo y no dio muestra alguna de reconocerla cuando
lo llamó. Dice que se estiró cuan largo era y se adormeció bajo el tibio sol de
este otoño. Gato indiferente y cabrón. Beatriz opina que la calentura del gato
lo va a matar. En cierta forma tiene razón, a la larga la pasión es
destructiva, pero yo creo que habla así porque en el fondo aborrece al gato y
lo que representa. Yo lo sé. La personalidad de Dámaso es arisca, casi salvaje.
No permite que nadie le haga cariño excepto yo, y el tener este privilegio me
reconforta, me da cierto estatus dentro del hogar y sobre las otras mascotas.
Cosa que a Beatriz molesta sobremanera.
Pero el
problema de Dámaso es su calentura, aunque yo prefiero llamarlo apasionamiento
desbordado y es muy probable que lo liquide. Nunca habíamos tenido un gato tan
así, tan llevado a su idea, rabioso con
todos menos conmigo y cariñoso sólo cuando se le antojaba. Al principio lo
habíamos llamado Javier porque se parecía un poco a un sobrino en la expresión
de la cara, pero con su comportamiento desmedido se lo cambiamos en recuerdo de
mi abuelo Dámaso, un busquilla de primera, hombre de entrada y salida,
enamorado de la vida y todas las mujeres. Su última amante tenía veinticinco
años cuando él ya pasaba los setenta. Era usual que se perdiera, más bien
viajaba por negocios según sus palabras y se demoraba en regresar tanto como
tardaba en gastarse todo el dinero que
llevaba. Pero volvía, siempre lo hacía. El apasionamiento pasa, se calma el espíritu y la cordura vuelve a
señorear sin contrapeso. El abuelo llegaba nervioso, humillado y hasta más
flaco. Buscaba la mirada de la abuela y esta no decía nada. Nunca entendí tal
resignación ganada por el paso de los años y la costumbre, como la cruz que te
tocó y contra la cual no luchas. Me preguntaba entonces que misteriosa
sabiduría había en esos largos silencios, en ese reproche dolido, lacerante,
pero lleno de amor. Partía la abuela entonces a la cocina y le calentaba un
poco de comida y todo poco a poco volvía a la normalidad hasta su próxima huida.
Pero la abuela esperaba, sabía que tarde o temprano volvería, igual que yo,
espiando por la ventana el regreso de mi gato.