El
incesante sonido del motor de la camioneta nos advirtió que la hora
del viaje había llegado; Nos subimos los tres en el asiento trasero
y como es mi costumbre, opté por irme sentado en el espacio del
medio. Lo que era una vaga y supuesta idea de estar más seguro en
caso de que ocurriera algún accidente. En el asiento del conductor
iba el jefe-dueño, amo y señor de aquella apestosa reliquia. Lo
acompañaba “su mujercita”; Llevaba ésta un bolsito de género
en su mano derecha que no cesaba de agitar y en la siniestra un
cigarrillo con una larga ceniza que aspiraba descontroladamente. Del
bolsito comenzó a sacar una serie de discos compactos que nosotros
obligadamente tendríamos que escuchar en el camino. Tenía ella el
pelo crespo, largo hasta los hombros y con cosméticos reflejos
dorados. Su voz desagradablemente chillona era dada a hacerse la
protagonista del viaje, con esos grititos exagerados y algunas
palabras como de niña pequeña que comenzaron a molestarme desde la
primera vez que la escuché.
Cubrí
mi rostro con el gorro de lana que traía para el frío e intenté y
rogué poder quedarme dormido, pero la musiquilla estridente que
brotaba de los parlantes y el constante y desinhibido acoso de la
mujercita hacia el jefe-dueño, dando al mismo tiempo furtivas
miradas hacia atrás, consiguieron ponerme definitivamente de mal
humor.
El otoño dio paso al invierno y ni cuenta me he dado de los tres meses que llevo viajando diariamente a mi trabajo, éste último distante dos horas de mi casa. Devoro kilómetros de ida y regreso en una rutina desesperante. La labor es dura, exigente y sacrificada, pero no me quejo. Los días raudos pasan casi sin notarlos, uno tras de otro se van acumulando en el baúl de los olvidados. A veces no se cual de ellos estoy viviendo, más yo no me quejo. El dinero es escaso y me he visto en la necesidad de restringirme al máximo en mis gastos. A consecuencia de esto me cortaron el teléfono y por las noches me siento aislado, y el televisor no puedo arreglarlo así es que sólo lo escucho y me imagino lo que sucede fumando los cigarrillos más baratos que encontré y continúo sin quejarme.
Mira
las calles. Todas cambian de nombre ante tus ojos. Esperan la buena o
mala nueva que nunca llegará. Mira los mismos árboles pasar, cuando
te vas y cuando te regresas. Mira la hierba congelada agitarse a
tu paso en un estallido de cristales rotos. Mira que el tiempo pasa y
la espera se hace eterna. Mira las casas, las luces, los cerros y sus
antenas, los mismos rostros que huyen despavoridos a tu paso.
Mira que tu lugar de destino siempre cambia y nunca es el
último.
Por
primera vez imagino matarlo, eso, directamente hacerlo, sin mediar
palabra alguna; De alguna manera es el culpable del cúmulo de
desastres domésticos que hacen presa de mi. El miserable y su rostro
impávido, digno de un duro jugador que sabe moverse y que no hay
como vencerlo. No existe el modo suficientemente aplastante para
hacerlo. La forma de exigir revancha a mi existencia deprimida,
venganza, oh! si, dulce venganza.
La
teñida estúpida apoya su cabeza en el hombro de él y tararea una
más estúpida canción que le dedica ridículamente.
Lo
imagino muerto, tirado a un lado de la carretera, atropellado,
pisado, escupido. Lo veo con el rostro duro hecho trizas y sus ojos
vidriosos aún sorprendidos por la muerte inesperada.
La
rabia me agobia. Pienso en terminar todo esto, que todo lo que existe
tiene un final y la verdad no importa muchas veces como llega. Que
las cosas se acaban y la muerte siempre ha sido el punto final de la
vida y no existe un paréntesis ni unas comillas salvadoras. Hay solo
un punto final diminuto y solitario al término de todo.
Trato
de pensar en algo que me salve, una redención repentina que evite la
catástrofe. ¿Dónde están los últimos momentos felices?, ¿Dónde
están?. No los recuerdo.
El
no quejarse nunca provoca esto. Una enorme rabia angustiosa que se
libera en un instante cual volcán en una erupción avasallante, sin
medir consecuencias, que quizás ya no interesan lo más mínimo.
Pienso que ya no importa ni siquiera pensar, para que seguir
haciéndolo que el hacerlo una y otra vez no consigue poner atajo a
lo que sucede. Hay una negligencia implícita en esto, un lamentable
accidente en el que me involucraron arbitrariamente. Mi vida ha sido
una utopía. El plan perfecto, pero irrealizable.
Entonces
sucede. El neumático delantero del lado derecho revienta
misteriosamente al mismo tiempo que mi furia acumulada busca salida.
Es el instante en que me abalanzo sobre el jefe-dueño, lo tomo
frenéticamente del cuello y aprieto desesperado. El vehículo
zigzaguea peligrosamente al tiempo que la teñida comienza con una
avalancha de gritos y arañazos que marcan mi cara y mis brazos, pero
yo no aflojo mis manos. En el instante en que mis compañeros
despiertan y tratan de detenerme, la camioneta se va con violencia
hacia un costado de la ruta y se estrella contra la baranda de
protección, entonces damos vueltas de campana y yo me siento
atrapado de mis piernas y un fuerte impacto en el pecho me deja por
un momento sin respiración. El vehículo continúa girando
enloquecido hasta que se detiene por fin en una acequia que corre por
el costado de la carretera. Miro a mis acompañantes y veo que uno
sangra profusamente de su cabeza y su mirada inmóvil me indica que
ya está muerto, del otro ni luces, no puedo verlo. La teñida ha
salido volando por el parabrisas y su cuerpo inerte yace
semisumergido dentro del canal. Al jefe-dueño apenas logro verlo por
el rabillo del ojo. De pronto la niebla ha invadido el lugar
haciéndolo todo muy borroso, casi irreal. Observo como alguien abre
la puerta y lo ayuda, luego abre la que está a mi lado y me mira y
yo lo miro, entonces le sonrío porque me doy cuenta que me estoy
muriendo.
El
codazo a la altura de mis costillas propinado por mi acompañante,
pone fin a mi profundo sueño. Estamos detenidos en la berma y nos
bajamos aún no despiertos del todo. Más allá corre un sucio canal
donde una hilera de álamos y un par de sauces alargan sus raíces
para beber de sus aguas. Ellos fueron testigos del horrible
accidente.
Dos
cuerpos yacen en la acequia. El de la mujer con su cabeza hundida en
el agua y el del hombre acurrucado como un bebe al lado de un álamo.
El vehículo está destrozado. Corrimos a la cabina y tratamos de
sacar al conductor que al parecer aún permanece con vida, lo
tendemos en el piso y el jefe-dueño intenta darle primeros auxilios.
Yo me voy a la parte posterior y tiro de la puerta desesperado, pero
no puedo abrirla, entonces rompo los vidrios e introduzco medio
cuerpo para ver mejor. Me siento atorado entre esas latas retorcidas.
Observo en todas direcciones, minuciosa y angustiosamente, pero no
veo nada, ni a nadie.
La
teñida aún apoya su cabeza en el hombro del jefe-dueño, pero ya no
pronuncia palabra alguna. El silencio ha hecho presa de los parlantes
y se ha apropiado de todos los rincones de la cabina. La carretera se
extiende y retuerce a la distancia como una víbora. Yo intento
dormirme, pero ya no puedo hacerlo.