domingo, 12 de junio de 2016

El tiempo nunca es como queremos, las horas adquieren esa duración impensada dependiendo de las circunstancias. A veces las horas son interminables y desesperadas, imposibles de soportar, y otras se escapan furibundas e instantáneas por un destino impensado.
 A veces sólo escucho el gotear interminable de la llave que me dijo reparara y que no hice. A veces no quedan más que siluetas fantasmales bailando y riendo a mí alrededor. Supongo que no estoy alegre, aunque triste tampoco estoy. Pussycat se fue a la salida del sol con destino desconocido, dejó su cepillo de dientes, unas medias rosadas y una argolla de plata que encontré esta mañana debajo de un sillón. El café humeante que sirve Javier en el lugar de siempre, no huele igual y los cigarrillos sin filtro son más fuertes que nunca. Al leer el periódico ya nadie me interrumpe para preguntar por el horóscopo del día, ni para criticarme por fruncir demasiado el ceño. Ya no tengo que atorarme con las tostadas por apurarme en ir a dejarla al trabajo, ni limpiarme el lápiz labial que dejaba en mi mejilla al despedirse. No tengo que romperme la cabeza pensando en la marca de leche descremada que me encargó le comprara. No tengo que comprar entradas para el teatro del Viernes, ni reservar mesa para dos en la cena acostumbrada de fin de mes.
 A veces me sorprendo reservando su revista quincenal en el kiosco de la esquina o comprando una pizza para dos a la hora del té.
No he cambiado las flores marchitas que dejó en el jarrón de la mesa, ni he borrado el beso que estampó en el espejo al marcharse.
Pussycat se marchó hace tanto tiempo ya, pero no se siente el abandono,
ella aún sigue aquí.