viernes, 27 de febrero de 2015

Recuerdos de la Marixu

Cambios

Por una cuestión formal. De requisitos previos y/o posteriores inconscientemente olvidados en cierta relación de amistad, (que ya no es tal), con un sujeto de cuyo nombre no tengo la menor gana de acordarme. Me tengo que cambiar de casa. De pensión más bien que para lo otro no alcanza. Abandono la pieza que ocupaba en el segundo piso de la vieja casona. Y no es que no me gustara. En cierta forma me había acostumbrado a ella. A sus rincones mohosos, al papel mural a medio desprender, a las polillas, al crujir indeseable del piso, especialmente cuando la urgencia urinaria se desata en la madrugada. Ya me eran habituales los canturreos monótonos de las palomas y sus continuos escándalos, y por supuesto a los murciélagos y sus silbidos algo siniestros al lado de la ventana. Ésta última una decepción pues daba a los techos de un conventillo vecino. El calor veraniego capitalino me hacía dormir con ella abierta, pero en ves de frescura entraba un pandemónium de olores y ruido de los "vecinos" que opté por cerrarla y cagarme de calor en comparación. Así es que me voy de nuevo. Estoy en pleno proceso de búsqueda para la posterior mudanza y mi amiga intelectual, que para efectos identificatorios denominaré Marixu. Insiste en que mi problema profundo es la identidad. Me falta el proceso lógico de hundir raíces en el lugar que ocupo. Me acusa de ser un paria del viento. Pretende definirme como un errante sujeto a las caprichosas ráfagas del destino. Todo esto supuestamente por decisión propia. Eres un huevón vagabundo me increpa. Confieso no tener mucho apego a las cosas que nominan nuestro quehacer diario, llámese hogar, casa, ciudad o patria. Y viéndolo desde afuera, comprendo la aprensión de los que me conocen. En cierta forma puedo ser un tipo inestable. Lo cual no significa que no esté seguro de lo que hago. Haciendo un alto en este punto. Puedo elucubrar acerca de mi persistente dificultad en los procesos sociales comunes. Mi innegable timidez asociada a la absurda sensación de pasar casi siempre inadvertido, se han confabulado para hacerme un tanto inadaptado y sin ningún apego a los lugares por donde transito. La Marixu no comprende como puedo estar a punto de cumplir veinte años de casado. El amor nos hace libres le digo riendo y en respuesta recibo el pellizco correspondiente, mismo al que me tiene acostumbrado. Todo esto circunscrito en el marco de nuestras continuas conversaciones que se dan luego de que me presta su computador para traspasar algunos textos. Porque para que uds. sepan. Yo prefiero el lápiz y el papel, pero debo reconocer la invaluable ayuda que brinda el aparatito y que gracias a él pasa algo desapercibido mi cuasi analfabetismo, lo cual no es menor. A mi amiga la conocí de no muy buena forma. Un día que visitaba a un amigo que trabaja en el edificio de Endesa por aquí cerquita. Cuando salíamos en su auto, se aparece la Marixu en medio de un piquete que protestaba por la construcción de las represas en el sur. Nos bombardearon de huevos y afines mientras nos impedían el paso. Pasados unos minutos la ley se hizo presente y se la llevaron detenida, a lo cual supe más tarde, estaba bastante acostumbrada. La Marixu es comprometida con sus convicciones y muy aguerrida. Lidera el famoso piquete y está envuelta en un interminable listado de causas anárquicas. Ella es especialista en funas. Dispara a diestra y siniestra. No se le va ninguna. Tiene casi treinta y se ufana de haber estudiado algunos años de sociología en Valparaíso. Es bastante atractiva, pero dada su personalidad explosiva, concita poco interés en el sexo opuesto. Los hombres la rehuyen lo cual la tiene un tanto amargada. Nunca he sabido como es que vive. Sé que vende sus cosillas por aquí y por allá y que mantiene una pensión de una antigua relación. Así como se ve, pareciera no tener mayor estreches económica, de hecho en nuestros encuentros es la que generalmente paga los cafés o los tragos según la ocasión y debo aceptar de su parte el que me diga que no me acostumbre demasiado, que no está dispuesta a soportar a ningún cafiche de mierda. Entonces es que me levanto haciéndome el dolido y la Marixu se traga su humor de perros y me pide que me siente. Pero no se disculpa. Eso jamás. En estos últimos días, dada la condición en la que me encuentro. Mi amiga insiste en ofrecerme el cuartito que tiene desocupado detrás de su casa. El asunto me complica. Las llamadas reiteradas a mi teléfono implican cierta premura o intención desconocida. Hay algo que revolotea en cada sílaba de sus palabras. Mañana le digo definitivamente que no, por si las moscas.

domingo, 22 de febrero de 2015

Bitácora de un lunes atroz tirado en la cama con fiebre, y dos cajas de remedios y una botella mineral y una colilla de cigarro en la boca y calor, y...

No es esa la manera, ni menos el fondo. Nunca supiste qué era madurar, vivir a fin de cuentas. Porque madurar no es salir a trotar por los jardines y la playa de Santo Domingo, dejándose de payasadas con los cabros de la pobla: Tampoco comprarse un autito de esos coreanos que enceras y pules todos los fines de semana para sacar a pasear a la hija del supervisor de turno, que es más fome que chupar un clavo; desabrida la flaca que milita en RN, donde ahora tú también militas porque “está bien” ser de allí. Madurar tampoco es asistir todos los domingos a misa con la camisita impecablemente planchada y las gafas Bollé, para ocultar las ojeras de la borrasca que te pegaste la noche anterior con los compañeros de trabajo en la picá de Lo abarca. Madurar no es comprarse un raquet de tenis de esos de los buenos y dejarlo en el living por si viene alguien y contarles del partido ficticio que jugaste el domingo pasado, porque hace siglos que no vas y ya ni idea tienes de los precios de arriendo de las canchas. Crecer no significa ir al casino y gastarte esas doscientas lucas que no tienes, sólo por llevarle el amén a la hija del jefe que, de aburrida la niña, te invitó a salir. Madurar no era estudiar la carrerita administrativa que te libraría de los fierros en que estábamos todos trabajando y ponerte la ansiada corbata que, a fin de cuentas, sólo te ha estrangulado todos estos años. Ser un hombre “bien” que no fuma, que paga a tiempo sus tarjetas y, que apenas tuvo cuenta corriente, anduvo con el fajo de cheques en una billetera kilométrica, sólo para mostrar que habías `progresado al pagar la cuenta del mall de turno. Estar así de bien no era irse al recital del grupo de moda el viernes y el domingo ir a “visitar” a tu mamá con familia incluida sólo porque no te quedaba ni un miserable peso y no tenías ni para comer. Crecer, madurar, estar ahí, no era tomar ese camino ingrato que, cuando las cosas se pusieron feas y te despidieron del trabajo, te viste forzado a meterte a los fierros un tiempo y engrasarte las uñas, llorando de paso un poco por dentro.

Aspirar a ser otro, olvidándote de tus amigos leales sólo porque vivían en población y tú no, gracias a la jubilación de tu papá. No era la manera solidaria de vivir que te recitaban los domingos en misa. Crecer, madurar, no era fingir alegría de reencontrarte con uno de esos pelagatos que nunca surgieron como tú y que invitas a tu casa a almorzar para presumir y de paso, mostrarle la última joyita tecnológica que te compraste a tres cuotas precio contado sin ningún remordimiento por dentro, sabiendo que si lo dejas hablar de nuevo te pedirá que lo “muevas” con el jefe a ver si tiene una cabida por ahí, que las cosas han estado tan mal, y tú, que no tienes ni tu pega asegurada, le das falsas esperanzas, que lo llamarás apenas sepas algo. Siempre la misma historia, hasta que te lo topes de nuevo a la salida de algún supermercado o después de estacionar el auto.

Crecer, madurar, no era ese arribismo enfermizo ni la envidia que teamarga el alma día a día. No era la apariencia amigo mío. Nunca lo fue.

viernes, 13 de febrero de 2015

Tic, tac, tic, tac, tic, tac...

Una cosa es cierta, no puedo dormir y me he convertido en un espectador desde la ventana. Afuera las luces de la calle palpitan entre gentes que vienen y van apurandose estas noches calurosas de verano. Tengo sed. pero esa sed que no se quita con nada, ese impulso misterioso que te arroja a buscar desesperado, ese vértigo en la sangre, ese caminar deambulando por calles y riincones. Afuera la noche bulle con toda su metástasis carcomiendola, yo aquí con los ojos abiertos me elevo con las argollas del humo del cigarro.

sábado, 7 de febrero de 2015

Faeneros

Casi siempre caen lentos, no sé bien porque,  pero demoran en desplomarse. No he visto cosa similar en otra parte. Una vez en Concepción demoraron sólo media hora, culpa del Marcos y su pócima que trajo de Osorno. La mezcló con los vasos y fue fulminante, no como él hubiera querido porque aún así fue media hora. Pero por lo general caen lentos. El proceso lleno de picardía, anécdotas y en especial historias de mujeres, cárcel y una que otra pelea arriba de la barra. Los cuatro mosqueteros del "siete" han recorrido medio país haciendo semejante competencia. El "siete" fue un bar, un tugurio en realidad en donde el Marco perdió la virgnidad con una puta vieja cuando tenia 15 años. Los otros son mayores y se conocen desde esa época, pero creo que siempre lo han tratado como el chico "virgen" y ya tiene 35 y nada de eso queda, pero bueno, ellos son así, el trago supongo.
           Roberto por ejemplo, se sabe de memoria los nombres de cada puta con la que ha estado. Una especie de colección dice mientras se empina un corto de aguardiente. Tiene tatuada una araña negra en el hombro y habla mordiendo el cigarro mientras reparte cartas. La mesa elegida siempre está en un rincón para cubrirse las espaldas en caso de pelea. Una a vez al Gustavo se la pusieron y le perforaron un pulmón. De enamorado le pasa comentan los otros que salieron en su defensa. Semanas en el hospital, sin bares ni cigarros fue una tragedia para el tipo que estuvo cerca de estirar la pata como dicen ellos.
           Ninguno está casado, alguna vez dos de ellos, pero en este trabajo es imposible. Las distancias matan cualquier relación mi viejo dice el "Totti" que todavía no le sé el nombre, pero como que fuera el más tranquilo. Sorprende esa pasividad de un hombre de un metro noventa y casi cién kilos de peso. En ralidad nadie se mete con él. Dicen que trabajó domando caballos que capturaban en la cordillera cerca de Futrono. Tipos rudos sin duda, sureños dice el jefe, que son mejores para la pega, no reclaman mucho ciertas injusticias y son fieles como perros. La pregunta cae por si sola. Por qué esta vida de vagabundos casi, porque el desarraigo. Uno pudiera suponer la necesidad, pero sacando cuentas no es mucha la diferencia a quedarse viviendo en sus pueblos de origen que lo que ganan acá. Es como si se hubiese transformado en una costumbre difícil de erradicar. Una forma de vida contra corriente,  montando a pelo por la vida. Cosas de faeneros.