jueves, 19 de junio de 2014

En la carretera

El incesante sonido del motor de la camioneta nos advirtió que la hora del viaje había llegado; Nos subimos los tres en el asiento trasero y como es mi costumbre, opté por irme sentado en el espacio del medio. Lo que era una vaga y supuesta idea de estar más seguro en caso de que ocurriera algún accidente. En el asiento del conductor iba el jefe-dueño, amo y señor de aquella apestosa reliquia. Lo acompañaba “su mujercita”; Llevaba ésta un bolsito de género en su mano derecha que no cesaba de agitar y en la siniestra un cigarrillo con una larga ceniza que aspiraba descontroladamente. Del bolsito comenzó a sacar una serie de discos compactos que nosotros obligadamente tendríamos que escuchar en el camino. Tenía ella el pelo crespo, largo hasta los hombros y con cosméticos reflejos dorados. Su voz desagradablemente chillona era dada a hacerse la protagonista del viaje, con esos grititos exagerados y algunas palabras como de niña pequeña que comenzaron a molestarme desde la primera vez que la escuché.
Cubrí mi rostro con el gorro de lana que traía para el frío e intenté y rogué poder quedarme dormido, pero la musiquilla estridente que brotaba de los parlantes y el constante y desinhibido acoso de la mujercita hacia el jefe-dueño, dando al mismo tiempo furtivas miradas hacia atrás, consiguieron ponerme definitivamente de mal humor.

El otoño dio paso al invierno y ni cuenta me he dado de los tres meses que llevo viajando diariamente a mi trabajo, éste último distante dos horas de mi casa. Devoro kilómetros de ida y regreso en una rutina desesperante. La labor es dura, exigente y sacrificada, pero no me quejo. Los días raudos pasan casi sin notarlos, uno tras de otro se van acumulando en el baúl de los olvidados. A veces no se cual de ellos estoy viviendo, más yo no me quejo. El dinero es escaso y me he visto en la necesidad de restringirme al máximo en mis gastos. A consecuencia de esto me cortaron el teléfono y por las noches me siento aislado, y el televisor no puedo arreglarlo así es que sólo lo escucho y me imagino lo que sucede fumando los cigarrillos más baratos que encontré y continúo sin quejarme.


Mira las calles. Todas cambian de nombre ante tus ojos. Esperan la buena o mala nueva que nunca llegará. Mira los mismos árboles pasar, cuando te vas y cuando te regresas. Mira la hierba congelada agitarse a tu paso en un estallido de cristales rotos. Mira que el tiempo pasa y la espera se hace eterna. Mira las casas, las luces, los cerros y sus antenas, los mismos rostros que huyen despavoridos a tu paso. Mira que tu lugar de destino siempre cambia y nunca es el último.

Por primera vez imagino matarlo, eso, directamente hacerlo, sin mediar palabra alguna; De alguna manera es el culpable del cúmulo de desastres domésticos que hacen presa de mi. El miserable y su rostro impávido, digno de un duro jugador que sabe moverse y que no hay como vencerlo. No existe el modo suficientemente aplastante para hacerlo. La forma de exigir revancha a mi existencia deprimida, venganza, oh! si, dulce venganza.
La teñida estúpida apoya su cabeza en el hombro de él y tararea una más estúpida canción que le dedica ridículamente.
Lo imagino muerto, tirado a un lado de la carretera, atropellado, pisado, escupido. Lo veo con el rostro duro hecho trizas y sus ojos vidriosos aún sorprendidos por la muerte inesperada.
La rabia me agobia. Pienso en terminar todo esto, que todo lo que existe tiene un final y la verdad no importa muchas veces como llega. Que las cosas se acaban y la muerte siempre ha sido el punto final de la vida y no existe un paréntesis ni unas comillas salvadoras. Hay solo un punto final diminuto y solitario al término de todo.
Trato de pensar en algo que me salve, una redención repentina que evite la catástrofe. ¿Dónde están los últimos momentos felices?, ¿Dónde están?. No los recuerdo.
El no quejarse nunca provoca esto. Una enorme rabia angustiosa que se libera en un instante cual volcán en una erupción avasallante, sin medir consecuencias, que quizás ya no interesan lo más mínimo. Pienso que ya no importa ni siquiera pensar, para que seguir haciéndolo que el hacerlo una y otra vez no consigue poner atajo a lo que sucede. Hay una negligencia implícita en esto, un lamentable accidente en el que me involucraron arbitrariamente. Mi vida ha sido una utopía. El plan perfecto, pero irrealizable.
Entonces sucede. El neumático delantero del lado derecho revienta misteriosamente al mismo tiempo que mi furia acumulada busca salida. Es el instante en que me abalanzo sobre el jefe-dueño, lo tomo frenéticamente del cuello y aprieto desesperado. El vehículo zigzaguea peligrosamente al tiempo que la teñida comienza con una avalancha de gritos y arañazos que marcan mi cara y mis brazos, pero yo no aflojo mis manos. En el instante en que mis compañeros despiertan y tratan de detenerme, la camioneta se va con violencia hacia un costado de la ruta y se estrella contra la baranda de protección, entonces damos vueltas de campana y yo me siento atrapado de mis piernas y un fuerte impacto en el pecho me deja por un momento sin respiración. El vehículo continúa girando enloquecido hasta que se detiene por fin en una acequia que corre por el costado de la carretera. Miro a mis acompañantes y veo que uno sangra profusamente de su cabeza y su mirada inmóvil me indica que ya está muerto, del otro ni luces, no puedo verlo. La teñida ha salido volando por el parabrisas y su cuerpo inerte yace semisumergido dentro del canal. Al jefe-dueño apenas logro verlo por el rabillo del ojo. De pronto la niebla ha invadido el lugar haciéndolo todo muy borroso, casi irreal. Observo como alguien abre la puerta y lo ayuda, luego abre la que está a mi lado y me mira y yo lo miro, entonces le sonrío porque me doy cuenta que me estoy muriendo.
El codazo a la altura de mis costillas propinado por mi acompañante, pone fin a mi profundo sueño. Estamos detenidos en la berma y nos bajamos aún no despiertos del todo. Más allá corre un sucio canal donde una hilera de álamos y un par de sauces alargan sus raíces para beber de sus aguas. Ellos fueron testigos del horrible accidente.
Dos cuerpos yacen en la acequia. El de la mujer con su cabeza hundida en el agua y el del hombre acurrucado como un bebe al lado de un álamo. El vehículo está destrozado. Corrimos a la cabina y tratamos de sacar al conductor que al parecer aún permanece con vida, lo tendemos en el piso y el jefe-dueño intenta darle primeros auxilios. Yo me voy a la parte posterior y tiro de la puerta desesperado, pero no puedo abrirla, entonces rompo los vidrios e introduzco medio cuerpo para ver mejor. Me siento atorado entre esas latas retorcidas. Observo en todas direcciones, minuciosa y angustiosamente, pero no veo nada, ni a nadie.
La teñida aún apoya su cabeza en el hombro del jefe-dueño, pero ya no pronuncia palabra alguna. El silencio ha hecho presa de los parlantes y se ha apropiado de todos los rincones de la cabina. La carretera se extiende y retuerce a la distancia como una víbora. Yo intento dormirme, pero ya no puedo hacerlo.