miércoles, 9 de noviembre de 2011

Fama









Una cita recurrente es aquella que afirma que detrás de cada gran hombre existe una gran mujer. Mi esposa tomó súbita conciencia de este importante rol y una mañana mientras desayunábamos, mirándome de la forma que lo hace cuando algo se le atraviesa en la cabeza, me dijo que ya era tiempo de que me dejara de payasadas y me hiciese cargo de lo que me correspondía: hacerme famoso de una buena vez. Existía cierta urgencia en sus palabras. Adiviné que el cansancio de esperar maravillas que no llegaban la habían decidido a actuar al fin. En un instante repasé cómo se fueron extinguiendo las ilusiones que forjamos en la pasión de la juventud. Sueños perdidos y rotos en medio de la realidad última reservada para nosotros. Me dí cuenta que aún no se rendía, que no asimilaba la desastrosa situación y que en un arranque postrero de valentía, parecía estar dispuesta a rendir la última batalla. Por mi parte, ya lo había aceptado y la verdad es que fue una liberación tomar conciencia del mundo brutal en el que estábamos inmersos. Sin embargo para ella nada resultaba tan fácil y cómodo como para mí. Por alguna razón que ignoro, decidió que la fama debía ser la respuesta o salvación a nuestras precariedades y dado que era yo el aficionado a ciertas lides creativas, estimó necesario, más que eso, imperioso, el sacarle provecho. El problema era que mi impostura desganada y esa fijación que tenia por pasar inadvertido conspiraban para que aquello se concretara. Creía firmemente en que debía abandonar esa actitud fatalista y resentida que no me llevaba a ninguna parte. Según ella, era necesario que me reinventara. Finalizada esta breve arenga, pasó a continuación a detallar una serie de medidas tendientes a lograrlo. Como mujer organizada que era, estimaba en no más de dos años la obtención de tan merecido objetivo y para que me quedara aún más claro, comenzó a redactar un listado de acciones que habría de realizar en estricto orden de prioridad e impacto mediático. Es que ser famoso implicaba, aparte de un acto de fé absoluto y una cuota de suerte, un trabajo acucioso y muy bien desarrollado. Fé y organización, esas serían las directrices.

Para comenzar partiría por cambiar mi deslucida apariencia. En realidad siempre fui despreocupado de este aspecto. Fue así que mis jeans desteñidos fueron a dar a la basura; Mi pelo largo se vino abajo y mis zapatillas regalonas engrosaron los juguetes masticables de nuestro perro. El vestuario lo compró con unos ahorros que tenia producto de la venta de unas cremas y jabones. Ella siempre tuvo esas características netas de emprendedora y ahora tenía un nuevo producto que ofrecer, o sea yo. Por supuesto que todas las prendas eran de muy buena calidad y elegidas con buen gusto, como tenia que ser. Zapatos, pantalones, ternos y corbatas. Hasta unos gemelos preciosos brillando en los puños de la camisa.
Una tarde llegando del trabajo, me hizo desvestir de inmediato y llevándome al baño, me hundió la cabeza en un lavatorio que tenía preparado con cierta espuma. Luego sacó una tintura que había comprado y me embetunó el pelo prolijamente. De ésta manera desaparecieron mis canas en un resplandeciente color negro.
Hasta aquí todo marchaba bien, salvo sus continuos alborotos cuando en algo me equivocaba. La transformación debía ser completa. Si hasta encendía incienso para atraer las buenas vibras. Debía de alguna manera trocar en una personalidad ganadora, avasallante y atractiva. Ponía especial énfasis en mi dicción -la verdad es que nunca le había gustado mi manera de hablar, especialmente cuando, enrabiado, estallaba en un rosario de insultos ininteligibles-. Si hasta para reputear había que hacerlo con clase. A lo otro que ya me tenía habituado, era a sus continuos abordajes a mi rostro intentando eliminar cualquier indicio de acné, vello o mancha indeseable que pudiese opacar el tono de mi piel.
Un día descubrí que mi reproductor de discos junto a toda mi colección de música clásica había desaparecido. La miré sin hablarle -inquiriendo una respuesta- y me dijo que para ser famoso se hacían necesarios ciertos sacrificios y que tuvo que venderlos para comprarme las lentes color miel claro que pasó a instalarme de inmediato. Así fue como cada vez comenzó a hacerse más evidente la ausencia de cosas en la casa. Desapareció el televisor, la alfombra que fue regalo de bodas, los cuadros que hicimos en el taller de pintura, los muebles, ¡hasta la cocina!; por lo que teníamos que comer en la casa de sus padres, lo cual nunca me hizo mucha gracia. Por suerte conservábamos la cama. Artilugio muy importante en nuestra relación basada principalmente en la confianza y en una pasión desenfrenada.
La situación era a lo menos caótica. Pero mi imagen había cambiado absolutamente. Si hasta me sentía un triunfador, pese a tener el mismo paupérrimo trabajo y no ser famoso aún. Era necesario tener fé me insistía y yo sabía que ella era especialista en esos asuntos, así es que no me restaba más que esperar. Seguro que en cualquier momento un suceso inesperado gatillaría el tan anhelado triunfo. Mientras tanto tendría que seguir preparándome.
Se preocupaba tanto por mí, casi obsesionada hasta con los más mínimos detalles, como la forma de caminar, de contestar el teléfono, de mover las manos y también de mis miradas para que no resultasen tan ofensivas, cosa que a ella en nuestros comienzos la cautivaban. Era tanta su atención hacia mí que pasado un tiempo empezó a descuidarse de sí misma. Al principio sólo fueron pequeños detalles. Su pelo no lucía ordenado como siempre y sus uñas se veían descuidadas, cosa impensable un tiempo atrás. Pensé que sería a causa de su ardua labor para conmigo y no le di mayor importancia. Sin embargo su estado empeoraba con el correr del tiempo. El abandono de su persona se hizo notorio, como si la condición de gran mujer que había asumido en realidad significara una cruenta condena. Era un suplicio elegido voluntariamente y del cual no había forma de desentenderse. Ya no se ponía maquillaje y usaba la misma ropa casi toda la semana, sus ojos mostraban profundas ojeras y su entusiasmo en las noches había desaparecido. En el fondo rehuía de mis abrazos, culpándome de su insostenible situación. Si hasta más flaca estaba. Es que con el afán de darme los mejores platos ella casi no comía. Luego aparecieron las pesadillas. Se despertaba en medio de la noche reclamando un regalo divino perdido, después rezaba temblorosa pidiendo perdón por su actitud, en seguida lloraba un poco y me pedía paciencia diciendo que todo iría bien. La fama, cual salvación milagrosa, estaba en camino.
Pero hay cosas que nunca cambian. Mi padre decía que las cosas son como son y nada más. Se sabe bien al cabo de un breve tiempo a donde vamos a parar. Se nota en el aire decía y a mi me revolvía el estómago, porque íntimamente lo sabía, pero me rebelaba a ello. Era joven entonces pienso ahora. Presiento que mi caso ya no tiene solución. Que hay que resignarse a ser lo inevitable, lo odiado pero real. La realidad es esa y no otra. Jamás seré un escritor. Porque sencillamente no lo soy. No tengo la magia necesaria. No poseo aquel espíritu que se requiere. Cierta impronta u actitud. Quizá la situación hubiere resultado en otra vida, pero lo mío no tiene vuelta y lo admito. Por esto es que cierto día, arreglándome la corbata frente al espejo en aquel hotelucho de carretera y mirando a la rubia durmiendo desnuda sobre la cama, decidí que ya no quería ser famoso y admitir necesariamente lo que soy. Un hombre cansado que ya no regresa a casa.