domingo, 17 de abril de 2011

El camino de las hormigas


Sucede que acá no hay lo que busco y me resulta a lo menos inquietante suponer que no pueda hallarlo. He caminado esperanzado, haciendo lo posible por estar en calma, a veces neurótico, como quién intuye que las cosas no están bien ni aquí, ni en mí casa, ni en ninguna parte de éste maldito país. He recorrido desde la primera calle, ¿cómo es que se llama?, ¿Independencia, Libertad, República?. El caso es que empecé por allí y llamé y pegunté y nadie tenía. Les hablé del aviso en la radio que también pasan por televisión, aquél susodicho comercial con la hilera de hormigas y los gritos alarmantes, casi desesperados de una mujer sentada en el piso con un niño en brazos, pero nadie lo había visto o escuchado.

Bajé entonces la calle angosta y larga que se retuerce como una víbora al pasar frente a un grupo de árboles y que desemboca en una vieja iglesia. Ésa de la rotonda decorada con las cuatro animitas, una al lado de la otra y sin ningún nombre que las identifique. Animitas anónimas pintadas de blanco; Y llegué acá abajo caminando y pregunté de nuevo. Lo hice en la casa aquella que todos conocen por lo bien provista que se encuentra en su interior, pero que por fuera se cae de vieja. La casa prohibida, y me atendió el joven que llamaron dealer en el diario local una vez que hubo una redada, (las mismas que generalmente no arrojan muchos resultados), y estaba apoyado en el muro haciéndose un cigarrillo con una hoja de Biblia, que con eso quedan santificados creo yo, y medio burlesco me respondió que no tenia, más me ofreció de otras hierbas y polvos que tenía en liquidación, pero que yo no necesitaba. Ya se sabe como son los que negocian, siempre metiéndonos cosas a la fuerza, todo porque el porcentaje que ganan es bueno. Me subí entonces a una Liebre, cosa que suena fantástica, casi mitológica, pero las Liebres acá son taxi buses, vehículos de la colectiva locomoción, que la verdad de las cosas, son una verdadera mierda. Y me vine preguntando a algunos pasajeros y éstos creyeron que yo era cantor callejero y depositaron algunas monedas en mis manos, sin embargo no me contestaron.

Me bajé luego en la parada ocho, que no tiene nombre, solo número, porque nadie la ha bautizado y que está al lado de un Banco y en frente de una Farmacia. Pensé por un instante en preguntarles, pero estaban llenos. ¿Será por el verano?. La gente se agolpa a estos sitios buscando remedios para sus males, pero es difícil que un crédito o un fármaco mejore el estado crítico de las cosas, pero continúan vociferando frente al mostrador ignorantes de su desdicha.

Dirijo mis pasos a continuación hacia la vereda oeste, cruzando por el paso peatonal o de cebra que le decía mi niña cuando era chica y no es para la risa, pero más de alguna vez me preguntó que tenían que ver las africanas bestias con aquel lugar y yo sonreía con su inocencia, que sí que lo era pese a que tenia trece, es que antes era diferente me advierte como siempre mi abuela y yo le encuentro toda la razón. Ayer en la tarde una chica de doce le ofreció a mi vecino, tipo viejo que maneja un taxi, que se lo chupaba por tres mil. Lo peor de todo es que no aceptó sólo por que encontró el precio muy alto. Estoy en mis elucubraciones profundas cuando a la vuelta de la esquina me encuentro con Flavio y su perro amigo. Bromea acerca de la noche anterior y de no sé que apuesta. El perro mueve la cola rastreramente y se sonríe y yo no me acuerdo de nada, apenas me acuerdo de quién es y de que alguna vez fuimos amigos, pero ya no lo somos, así es que me despido de ámbos y prometo volvernos a ver, (cosa que de seguro no haré), y me alejo por la curva. Flavio se marcha en dirección contraria, se va discutiendo con su perro amigo, que anda con él para todas partes y que se le quiere parecer,pero que jamás lo conseguirá.

Pregunté entonces en el volteadero de tercera, que así es como le dicen al motel rasca de la esquina, el de la calle que atraviesa hacia el Norte y que tiene un letrero de luces llamativas y una puerta trasera oculta entre unas enredaderas que se enroscan hasta el inicio de la ventana. Me atendió una mujer de edad indefinible, de rostro adusto y cansado. Apenas le mencioné a lo que venia, me echó a garabato limpio, aunque dudo que éstos lo puedan ser, limpios me refiero.

Se me ocurrió llamar a mi hermana mayor, pues recordé que tenia uno la semana pasada, pero no había señal. La comunicación hoy en día es una mierda me dice un amigo estudiante. Tiene razón, especialmente con mi teléfono.

Decidido a hacer otro intento, me fui directo al colegio de mi hijo y le pregunté a la maestra de historia y no me dijo nada, ni siquiera me miró, no quiso, no le dio la gana abrir la boca, aunque la tenia llena de algo y ya se sabe como son las profesoras cuando toman café u otras cosas, que el desayuno fue escaso y el café prepara la neura para soportar a las bestias estudiantes de hoy en día ¿o alguno de uds. piensa que no lo son?

Después me dirigí al edificio público, con sus bruñidos pasamanos de bronce y vidrios relucientes como espejos. Le hablé a la secretaria de informaciones. Le pedí me informara en donde encontrar uno, todo con mucho respeto, sin embargo la joven mujer, porque era joven y por ciertos gestos inequívocos, supuse insatisfecha, no se en que sentido, pero en más de alguno era seguro. Lo presentí en la forma en que arqueó la ceja izquierda y en el mohín caprichoso de su boca. Quizá sea otra de aquellas que dice el viejo de mí padre, que de mujeres si sabe, una flacucha idiota, compulsiva y anorgásmica. Pero he de suponer que su absoluta falta de atención obedece a su estado intrínseco de ser mujer y pasar por esa especie de vorágine mensual de hormonas que la afecta, y no es que sea machista, más bien soy un tipo realista que se da cuenta que igual nos tienen jodidos, (a veces demasiado). El asunto es que me rechaza sin contemplaciones y me dice que no hay lo que busco mirando hacia otra parte y tomando el teléfono en su mano, aunque sé bien que no habla con nadie.

Me voy luego hacia enfrente, que allí está la alcaldía y es muy probable que ellos tengan o me consigan, que para eso son buenos y que si tengo suerte me encuentro un conocido que puede que me mueva, maneje u obtenga lo que busco. Aquí con suerte y con un amigo se consigue de todo. Entonces llego y me voy a la oficina de asuntos públicos, que como tal, está repleta de éstos. Comento en voz alta que larga esta la cola y escucho decir la fila a un joven que me corrige y que mira insistentemente el cierre de mi pantalón. Llegado al fin mi turno, la mujer de voz en off y ademanes sincrónicos y autómatas me asegura que me equivoqué de ventanilla y me envía al segundo piso, que es allí a donde debí ir al principio, pero al llegar descubro que la ventanilla está cerrada y le preguntó a un funcionario que pasa y que parece que funciona mal, como que muy alterado y me dice que la atención es a horas determinadas y no a la que a mi se me ocurra.

Defraudado entonces, me marcho de aquel sitio y camino por la costanera hasta que bajo a la playa y le pregunté por si acaso a dos turistas que parece que como que acampaban en el lugar porque vi una frazada tirada en un rincón y un par de ollas negras las pobres por el fuego, y también un chuico, que ya no hay de esos, mas bien una garrafa llena vino, porque el agua la tenían en botellas y un montón de otros cachivaches, que llegué a pensar que estarían por bastante tiempo. Pero no eran tal cosa, pues venían a machetear, matutear y hasta a putear, según confesó la mujer turista cuando me ofreció su atento servicio, más no era lo que estaba buscando. Seguí de nuevo caminando por la costa hacia el sur, hasta el hotel aquel, que tiene más de alguna estrella y vidrios polarizados y como que una gran piscina casi pegadita al mar, con palmeras tropicales y aunque esas no son naturalmente de aquí, pero artificialmente si están. Y el hombre de la entrada preguntó primero que yo que a quién buscaba y en que piso y fue aquí que el hombre enrojeció hasta la raíz del pelo cuando le hice mi pregunta y envió a dos jardineros, que pensé que eran tal, pues se encontraban medio ocultos entre los árboles. Me cogieron ellos de ambos brazos y me invitaron a abandonar el lugar, previa feroz patada en medio de mis enflaquecidas nalgas y otra sarta de insultos gratuitos.

Luego de toda esta desilusionante búsqueda, decidí darme por vencido y volver a casa, cansado de buscar lo que nadie tenia y que parece no querían tener. Volví con la moral por el suelo, podría decirse que hasta un poco triste, porque los caminos siempre son los mismos y cada vez repetimos el transitar por ellos, como oliendo el rastro que alguien nos dejo, como una huella indeleble marcando el mismo destino que no va a cambiar, porque así están las cosas. Salir a buscar cada día con la ilusión debilitada, buscar en las miradas, en el olor del aire, en lo ardiente del cemento, el milagro inesperado que no llega, ¿para que? Y le conté a mi mujer y ella dijo que no importaba, que no fuera tonto, y siempre dice lo mismo. Y todo sigue igual.

Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir: ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.

Hoy me palpo el mentón en retirada
y en estos momentáneos pantalones yo me digo:
¡Tanta vida y jamás!
¡Tantos años y siempre mis semanas!...
Mis padres enterrados con su piedra
y su triste estirón que no ha acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos,
y, en fin, mi ser parado y en chaleco.

Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos de París
y diciendo:
Es un ojo éste; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo:
¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tantos años y siempre, siempre, siempre!

Dije chaleco, dije
todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar.
Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado
y que está bien y está mal haber mirado
de abajo para arriba mi organismo.

Me gustará vivir siempre siempre! siempre, así fuese de barriga,
porque, como iba diciendo y lo repito,
¡tanta vida y jamás y jamás! ¡Y tantos años,
y siempre, mucho siempre, siempre siempre!


César Vallejo.

domingo, 10 de abril de 2011

Michel

No es eso. Trato de conservar mi cuerpo en buen estado. Quizás esté muerto, no lo sé. Hay algo que habría que hacer y no hago. No me han enseñado. Este año he envejecido mucho. He fumado ocho mil cigarrillos. Me ha dolido, a menudo, la cabeza. No obstante debe haber una manera de vivir; algo que no se encuentra en los libros. Hay seres humanos, hay personajes; pero de un año al otro apenas si reconozco las caras. No respeto al hombre; sin embargo, lo envidio. Michel Houellebecq

In memorian


La culpa fue del vino le dije mientras me vestía. Ella tendida desnuda sobre la cama sólo miraba el cielo. Hay culpas imposibles de asumir y en cierta forma pudiera ser comprensible. Existía toda esa mezcla odorífera impregnando la atmósfera, ese estremecimiento visceral enardeciendo la piel y el salobre sudor mezclándose con saliva en la comisura de los labios. Estaba la sensibilidad angustiosa en la yema de los dedos y la urgencia extrema de perderse en un abrazo en la antesala de la embestida inicial. Pero insisto, la culpa fue del vino, un cabernet de afrodisíacas y almizcladas cepas, que cual poción milagrosa, sembró el rubor en las mejillas asombradas derribando de paso cualquier asomo de pudor u decencia según como se mire. La culpa la tuvo el vino y el par de botellas vacías que yacen victoriosas sobre la mesa recogen mi silueta totalmente saciada que huye rumbo a la puerta. Escapa de lo que vendría, de lo que yo suponía inevitable y para lo cual no poseía respuesta alguna. Pero nada de ello aconteció. Ninguna sílaba pronunciaron sus labios aparte de un inaudible hasta pronto resignado y un último abrazo de despedida. Entonces fue que el vino inocente, en un acto de venganza justiciera por tantas condenas en noches como ésta, escanció de un golpe la culpa sobre mí.