jueves, 25 de febrero de 2010

El cliente pasajero









Me despertó el sonido estridente del timbre. Comúnmente me duermo como un tronco, pero de un tiempo a esta parte cierta necesidad insatisfecha que transita por mi dermis provocando un desasosiego insomne puede más que el cansancio. Llevaba alojado en esa residencial cerca de cinco días y todavía no lograba acostumbrarme al metálico y monocorde llamado que solía ahuyentarme el sueño en mitad de la noche. Más que una residencial normal, aquel lugar consistía en unas piezas de dudosa construcción en donde alojaban esporádicamente pasajeros, que como yo, se quedaban por lo general un par de semanas debido a su cercanía al centro de la ciudad y sobretodo por sus bajos precios, los que obviamente impedían cualquier asomo de reclamo o protesta por malestar alguno. Al poco tiempo comprendí que el verdadero negocio era arrendar las piezas por horas a furtivas parejas en mitad de la noche, y recordándolo bien, creo que era un excelente negocio dada la cantidad de parejas que acudían a aquel lugar. Pareciera ser que la orden del día fuera joder y joder hasta más no poder. Comprenderán uds. que no solo el timbre me mantenía despierto. En más de una oportunidad los jadeos y aullidos histéricos de alguna quejumbrosa y acrobática pareja arriba en la cama al otro lado de mi delgada pared lograban definitivamente desvelarme.
Los pasos de la encargada, severa administradora del sitio aquél, se arrastraron por el piso haciendo crujir la madera y tintinear los adornos de cristal que colgaban con absoluto mal gusto por todo el pasillo. Era ésta una mujer de gruesas y prominentes formas, especialmente su busto. La dama en cuestión sobresalía por tener un inmenso par de tetas que resultaba casi imposible desviar la mirada y evitarse pensar divertidamente en el equilibrio que ellas hacían sobre su pecho para no escaparse enloquecidas en cualquier dirección. De rostro siempre ojeroso y cabello desordenado, su mirada hosca y amenazante impedía cualquier atisbo de acercamiento amistoso hacia ella. Daba la impresión que siempre estaba recién despertando de un profundo sueño. Aunque realmente nunca supe si de verdad lo hacía, ya que siempre estaba atenta a todos los sonidos del hostal y si algo la contrariaba se ponía de píe refunfuñando un par de frases inteligibles y siempre caminando con una lentitud exasperante.
_ ¡Ya van, ya van!_ exclamó molesta por haber despertado para atender a quienes urgentemente deseaban un nidito de amor. Eran cerca de las cinco de la madrugada y el amanecer se adivinaba en el color del cielo, en el trinar de algunas aves posadas sobre los alambres del tendido eléctrico y en el aumento paulatino del tránsito de vehículos que viajaban rumbo a quién sabe dónde. Era muy probable que a la regente no la invitaran desde hacía bastante tiempo a un lugar como aquél a hacer cosas como aquellas, y tal vez de ahí provenía su agrio genio. La imaginé bostezando enfundada en esa bata de dormir de un azul desteñido, abriendo la puerta, transando el precio con los posibles clientes para luego pedirles la identificación. Con su voz grave y casposa por el tabaco, la escucho decir un par de palabras de advertencia acerca de no se que problema de higiene y conducirlos a la que seria su pieza, justamente al lado de la mía.


_ ¿No se acuerda de mi?_ preguntó el hombre con su rostro pegado al cuello de la mujer sentada en la barra de aquel atestado bar. Vestía ella un ajustadísimo jeans y una polera blanca que no ocultaba en lo más mínimo la aureola inquietante de sus pezones. Su pelo de un color rubio indefinible producto de alguna tintura de mala calidad, caía sobre su ojo derecho haciendo algo enigmática su expresión. Eran cerca de las cinco de la madrugada de aquel viernes y la risa y los gritos surgían espontáneos producto del alcohol que calentaba la sangre. Ella lo miró como entre brumas, como si un lejano recuerdo nublara su mirada. Su mano elevó la copa a modo de brindis de bienvenida y apuró su contenido de un sorbo. Los tragos de más hacían precario el entendimiento y la música estridente que apagaba las voces la forzaron necesariamente acercarse mucho para escuchar las palabras que pronunciaba éste individuo. Lo miró con tristeza, como añorando viejos tiempos olvidados en otras noches más amigables que éstas y que nunca volvieron. Años a la espera entre bailes y fiestas, aguardando el paso seguro de aquel que se presentaba ante ella y que sin embargo estaba segura, no era. La transacción fue rápida, el hostal archiconocido quedaba a pocos pasos de allí, cruzando la calle. Comprobó si traía dentro de su bolso los preservativos necesarios para la ocasión y se dispuso a continuar con la trama eterna que el destino reservó para ella, dejando además esa conocida sensación de angustia que generalmente combatía con alguna pastilla contrabandeada por su amiga enfermera o por algún polvo blanco camuflado en el baño que la hacían olvidar por un rato su obsesiva depresión. La noche estuvo floja, la culpa era de la fecha, a mediados de mes el dinero escasea en la mayoría de los bolsillos, especialmente en los de aquellos que buscan compañía de alguien como ella. Las sombras ya se aprestaban a iniciar la retirada ahuyentadas por el ruidoso día que despertaba. Era tarde ya y el sueño y el trago le habían amargado el ánimo.


Intenté dormirme, metí mi cabeza debajo de la almohada y me cubrí por completo con las sábanas, pero era inútil. El sueño huyó y muchos recuerdos acudieron a mi memoria. Pensé en la urgencia de dormir y en el dinero gastado en esa miserable pensión, vieja y sucia, llena de baratas que recorrían las paredes en forma frenética y que ya me había cansado de espantar. Pensé en que tenía que levantarme temprano para ver la posibilidad de algún trabajo, que a fin de cuentas era a lo que había regresado, gastándome de paso hasta el último peso que tenía reservado para ese único y determinante objetivo.
Hacia varios años que no venia a esta ciudad. La conocía bien es cierto, sin embargo algo había cambiado en ella, aunque no podría precisar exactamente que es. Eran las mismas calles, las mismas casas viejas con sus colorinches tonos, la misma avenida principal con sus árboles desnudos de hojas como mudos espectros casi resecos por el sol, las mismas torres eléctricas colgando de los cerros amenazadoramente y con el mismo sabor salado del aire partiendo la piel, ese que tan bien conocí en un millar de noches largas y descarriadas que se ocultan en algún rincón de mi memoria y que tienden a aparecer en noches como ésta, cuando el quejido leve y dulce de una mujer se filtra a través de la pared. También estaba lo otro, pero de eso no vale la pena acordarse, o quizás ella no se acuerde y quien sabe, tal vez jamás lo hizo.


La mujer arrastró al hombre por la calle solitaria y fría. Éste la abrazaba torpemente y a la vez que hundía su cabeza en el pecho de ella le confesaba sus impostergables deseos. Se podría decir que intentaba caminar, porque trastabillaba cada cierto tiempo producto del ron y otros entremezclados licores que embotaban su cabeza. Su aliento alcohólico no era lo que la molestaba. Tampoco esa manera tan grotesca de recorrer su piel con esas manos ásperas por el duro trabajo que realizaba en el interior. No era que estuviera casi inconsciente, ni la manera brusca, casi brutal de acoplarse sobre ella; no era su súbita explosión de ternura al momento de pagar con esa expresión de niño culpable que tan bien conocía. Lo que verdaderamente la aterraba, era la espera interminable del amanecer, sola, siempre sola, pues las horas pagadas se terminan y hay que marcharse. Ella a su casa arrendada al final de la calle y él, avergonzado, se iría a su hogar y probablemente le mentiría a su mujer, le hablaría de la juerga con los amigos por un motivo innegable y de la comida y de los tragos de más, pero de ella, pese a haberle jurado que lo traía loco y que estaba inclusive medio enamorado y que era la primera vez que lo hacía, de ella se olvidaría para siempre.


Me levanté de un salto y me dirigí a la salida. El aire frío del amanecer me recibió dándome una suerte de palmadas en la cara a modo de bienvenida, como si se alegrara de volverme a ver transitar sus impredecibles vericuetos. Con inusitada alegría me encaminé al bar de la esquina, me senté en la mesa mas alejada de la puerta y pedí algo de beber. Después del tercer trago los problemas se fueron poco a poco diluyendo y la atmósfera alegre que inundaba el lugar me entibió el espíritu. Observé a la gente bebiendo y riendo, hablando de cosas superfluas porque no era la ocasión para otra cosa. Tal vez para mirar un poco a la mujer de la otra mesa, que pese a estar acompañada, no dejaba de coquetear descaradamente. Hay ciertas cosas que nunca cambian. Sentía la música brotar de los parlantes con fuerza, con un ritmo infartante que algunas parejas intentaban seguir en grotescas acrobacias sobre la pequeña pista de baile. Las luces reflejadas en las copas de la barra y en algunos espejos de las paredes, le daban a todo un aire fantasioso, casi irreal que me gustaba, o quizás solo era que a estas alturas mis tragos habían hecho lo esperado y ya estaba un poco ebrio. Fue entonces cuando la descubrí, estaba sentada en el extremo de la barra que daba hacia la calle. No había duda de que era ella, aún tras haber transcurridos varios años, mantenía la misma mirada lejana y melancólica que alguna vez me había trastornado. Todavía tenia ese aire inquietante que da el caminar demasiado la noche. Parecía una loba en permanente celo. Me aproximé entonces con decisión a donde estaba y acercándome mucho a su oído le pregunté:
_ ¿No se acuerda de mí?_









sábado, 20 de febrero de 2010


Si yo fuera presidente... Ordenaría construir el memorial de los hijos de perra. La memoria es frágil y hay que recordar a todos los bastardos "vende-patria". No digo "vende-pueblo" porque a ése no lo conocen.

domingo, 7 de febrero de 2010

Transmutando


Las mujeres estamos solas y tristes dice la Marixu. En tanto se arma un porro de "esos". Habla casi con rabia y no sé porque me siento culpable. Al escucharla pienso en que tiene razón. Hay demasiadas mujeres así. Me acuerdo de alguna y aparecen otra y otra, y otra. ¿Por qué están tristes las mujeres? Lucen extraviadas en medio de su bullada emancipación. ¿Qué sucede con ellas? Culpa del sistema de mierda dice la Marixu. De la puta vida impersonal que llevamos, de lo decadente e individualista que es, de la falta de sensibilidad y de la indiferencia cruel. Pese a su estado algo depresivo de hoy día, yo la entiendo, como también comprendo muchas de sus actitudes algo violentas. Algo está pasando. Un caos vertiginoso que no se apiada de nadie. El año pasado el número de divorcios por primera ve superó al de matrimonios en el país. Algo sucede. Las relaciones permanentes están a la baja y preocupa en verdad. No hay tiempo que perder. Importa solo el instante del acople placentero. El sexo seguro y el adiós antes que amanesca. Nosotros no queremos pertenencia y ellas no quieren perder su libertad. Entonces, desdichadas ellas.
La marixu está enferma confiesa. Yo pensaba que era la resaca de tantas substancias que ingiere, pero me lo dice en serio, demasiado pienso y me doy cuenta que su rebeldía como que está flaqueando. Hay cierta debilidad en su mirada, pero aparte de esto no noto nada. Por cierto ella no me dice de que se trata, ni lo hará. La conozco bien. Así es que me cambia el tema y me habla de proyectos inconclusos que tiene como irse a acampar a la chucha (sic), me cuenta que se le perdió Mateo su gato travesti como le dice y que necesita vacaciones urgente. Entonces es que me habla del trabajo. Me cuenta que es un favor a un amigo, que es en una especie de hacienda y que por favor la acompañe. Dice que se había acordado de mí como yo soy bueno para esas cosas y que además me gustaría el lugar. Sin pensarlo mucho acepto. Después de todo la paga va a ser buena, (y la necesito sin duda), aparte de que me hace falta alejarme un poco. Huir de mis propios fantasmas. Así es que emprendemos viaje, recalamos en valpo y de ahí el tren y luego un taxi nos deja en la entrada del fundo, porque eso es en realidad. Luego caminamos un trayecto largo porque nadie nos fue a esperar. La Marixu permanece muda todo el camino. Camina ensimismada y como que aprieta los dientes, pero no dice nada. Al fin llegamos a la casa patronal y la recibe un hombre de unos setenta años calculo. Yo me quedo atrás, por pudor creo, mientras el hombre, ignorandome completamente, la abraza y entran juntos a la casa. Dada la situación, decido salir a curiosear por allí. Veo las bodegas de vinos y pienso en darles buen uso. Están las pesebreras con varios caballos y la capilla que hay que restaurar. También me topo a la bestia del administrador. Un tipo de un metro noventa y cien kilos de pura idiotez y prepotencia, pero a mi no me dice nada. En realidad me ignora, porque luego supe que el dueño es el padre de la Marixu y aquí es que las cosas se me confunden. La Marixu tan rebelde, tan "negra" ella, proletaria acérrima, en verdad está forrada en plata. Bueno no ella en realidad, su padre, que para el caso es lo mismo o no?.
No he podido hablarle. Ya han pasado varios días y no se ha asomado ni siquiera al patio. En tanto a mi me instalaron en una cabaña. Me llevan el almuerzo todos los días puntualmente a las dos y precisamente los platos que más me gustan. Después de todo la Marixu no se ha olvidado de mí. En cuanto al trabajo, éste ha sido arduo, pero interesante. Hay piezas muy antiguas y las maderas están muy dañadas. Todo el proceso es lento, aunque a veces no lo hago porque me voy a caminar entre árboles y esteros, que es lo que más hay. Todo marchaba así, hasta que un día el administrador, cuyo nombre nunca supe, me dice que la Marixu quiere hablarme. La encuentro sentada en una especie de columpio. Viste una polera celeste y una falda al tono, (raro que use falda), Lleva un sombrero para protegerse del sol y en sus rodillas sostiene un gato que duerme indiferente. Cuando me llama comprendo que el trabajo se quedará sin terminar. Miro sus ojos que han perdido todas las luces que yo conocía y noto que apenas sonríe. Luego llora largamente abrazada a mí y me da un largo y tembloroso beso. Es la despedida pienso. Después se dirige a la casa sin volver la vista. Sé entonces que la Marixu nunca regresara a Santiago, que lo suyo es terminal como su enfermedad y ahora es que entiendo porque las mujeres están solas y tristes: porque los hombres también lo estamos.