sábado, 27 de junio de 2009

El sonido y la furia (fragmento)


" Quentin, que amaba no el cuerpo de su hermana, sino algún concepto de honor familiar y (él lo sabía bien), temporalmente suspendido en la frágil y diminuta membrana de su virginidad, semejante al equilibrio de una miniatura en la inmensidad de la esfera terrestre sobre el hocico de una foca amaestrada. Quien amaba, no la idea del incesto que no cometería, sino algún presbiteriano concepto de su eterno castigo: él y no Dios, podría arrojarse a sí mismo y a su hermana al infierno, donde eternamente podría protegerla y cuidarla para siempre jamás, invulnerable ante las llamas inmortales. Él que sobre todas las cosas amaba la muerte, y que quizá sólo amaba a la muerte, amó y vivió con deliberada y pervertida curiosidad, tal y como ama un enamorado que deliberadamente se reprime ante el prodigioso cuerpo complaciente, dispuesto y tierno de su amada, hasta que no puede soportarlo y entonces se lanza, se arroja, renunciando a todo, ahogándose. "

William Faulkner

viernes, 19 de junio de 2009

Lloviendo... y yo-viendo.

Via de escape



El señor K es mi amigo y a pesar de ello, jamás nos hemos tuteado. Él dice que los amigos, los verdaderos, siempre se deberían tratar así, con respeto, que el tenernos confianza no implica la pérdida de éste, que el verdadero valor de las personas se nota en la forma que se aprecia y valora a los demás, que la forma mas fácil y educada de hacerlo es tratando de ud. En realidad esto a mi no me complica demasiado. la verdad es que me agrada bastante y le sigo el juego.
Él es un hombre serio. Asume su vida como el trabajo mas difícil que le han encomendado realizar y se nota en el tono de sus palabras graves, en su impostura, en el curvar de sus cejas y las líneas horizontales que cruzan su frente, en el movimiento corto y preciso al acercar el cigarrillo a sus labios y aspirar profundamente el humo, en la urgencia al hacerlo y el entrecerrar de ojos, que se vuelven diminutos, como si cada pitada fuera la última, sentado allí, en la última banca del paseo, a las diez de la mañana y con un montón de historias que contarme.
Él aún vive con sus padres, cosa bastante frecuente en esta ciudad, y está próximo a cumplir los cuarenta. Hace años que no trabaja y no precisamente por flojera, no bebe alcohol y rara vez tiene sexo. Fuma como condenado y apaga su sed con jugo instantáneo en polvo o si hay suerte, con una botella de agua mineral, pero la diosa fortuna, me dice, se canso de él hace bastante tiempo.
Desde hace unos años hasta ahora, ha desarrollado una pasión por todo lo que tenga origen o este relacionado con Alemania. Ha diseñado una visión alucinante de cómo son las cosas allá, de sus majestuosas ciudades, ¡esas si que lo son! me dice emocionado, de sus monumentos, de sus genios creadores, artistas, científicos, filósofos, etc. Me habla de los excelentes trabajadores que son, de la inteligencia de sus habitantes y la belleza insuperable de sus mujeres. Para él todas las alemanas son altas, fornidas, de medidas generosas, de pelo casi blanco de rubio y de mirada azul cielo; Es evidente que sus “descompensaciones”, como las llama, han moldeado imperceptiblemente su impresión de la realidad. Nada que no arregle una cápsula de Litio u otra de la variada gama de remedios que consume a diario. Esto último lo confiesa de malas ganas y me doy cuenta que el peso de esta carga es mucha para sus hombros delirantes, mucho más que de lo que a simple vista pareciera ser.
El señor K privilegia las conversaciones serias, habla y habla y yo escucho, a veces una sombra atraviesa su mirada y se queda mudo mirando hacia el mar, perdido entre las nubes y el batir constante de las olas. Luego de improviso, de nuevo se pone de pie y dice caminemos y lo hacemos, porque es mejor caminar que quedarse, mejor estar en movimiento y sentirse vivo, que si te detienes demasiado, te inmovilizan y te mueres. Me cuenta que la gente esta asustada, que se encierran en sus casas bajo cuatro llaves y que duermen con un ojo abierto, que algunos ya han comprado armas, de echo su padre compro un revolver y se pregunta para que, si apenas sabe usarlo. Me explica que con tanto automóvil inundando las calles, las personas no quieren caminar, que les asusta hacer respirar al cerebro. La gente tiene miedo de pensar porque no quiere la realidad, le da pánico darse cuenta en la tremenda mierda en que nos han enterrado, además, me insiste, hay un determinado número de personajes u entes siniestros que no quieren que la gente lo haga. Me habla de la confabulación que existe destinada a mantenernos asustados y tiesos como momias resecas, por ejemplo me indica la cantidad de letreros verdes que han inundado el litoral central cual plaga informativa, ese de la gran ola persiguiendo al hombre que corre sobre las palabras vía de escape. Es una atemorizante y burda estrategia, pero causa efecto me insiste. Me habla de los trabajos escasos que cada vez se hacen más angustiantes y esclavizados, de las mentiras, de la mierda de la televisión y las putas demasiado caras para un hombre sin nada de plata y con demasiadas ganas insatisfechas. Me comenta convencido, de la irresistible atracción que ejerce en las mujeres, de su capacidad para conquistarlas, de esa electricidad que fluye de él que las magnetiza y que las deja pendientes de cada detalle o gesto que haga hacia ellas, que se ríen coquetas y tratan de entablar amistad con él, pero que irremediablemente cada vez que conversa con alguna de ellas se siente estafado, que nunca son lo que aparentan, que buscan irremediablemente su redención personal y él no está para salvar a nadie, es más, necesita ser salvado y ahora ellas, las liberadas y poderosas mujeres, no te quieren, te necesitan para su mezquino fin y eso y otras muchas cosas lo destruyen. Por eso él sólo las deja irse, que si las quieres tienes que dejarlas ir y si no las quieres lo mismo, el caso es que siempre está soltándolas, siempre está solo.
Me ha contado de su última conquista alemana a través del Chat, del cuasi platónico amor que ella siente por él y que no lo puede evitar, pues la enamora con una amplia variedad de versos y prosa germánica que el numen de su pluma le ha enviado a través del ciberespacio, (palabras de él).
La semana pasada fui a visitarlo, lo encontré descompuesto, nervioso, me dice que ama a su fornida alemana y que se marcha, que el dinero casi lo tiene, que no puede dejar pasar mas tiempo, que su madre le dice que de que va a vivir, pero a él no le importa, que es mejor moverse que quedarse, que ella lo ayudara, su alemana; En un descuido mientras va al baño, su madre me cuenta que al parecer tiene una recaída, que esta intratable, que ya han cambiado sus medicamentos y que posiblemente haya que internarlo, me fui preocupado por mi amigo ese día.
Ayer lo encontró su padre.

Mató de un disparo en la sien derecha al maldito tirano que lo torturaba, dejó sus zapatos negros brillantes e inmaculados, con sus cordones azules sin anudar, su corbata del mismo tono con florcitas amarillas y su perfecto nudo ahorcándole el cuello. Una carta en el bolsillo izquierdo que por cuerpo solo decía “Querida Jeanny”. En su mano izquierda un fino reloj de oro indicaba la hora exacta de su muerte y en la otra el aún caliente y humeante revolver con una bala de menos.

Definición


"El coito es como darle una patada en el culo a la muerte mientras cantas una canción"
Charles Bukowski

martes, 16 de junio de 2009

La mejor receta

Fue un presagio. Esa manera rápida de pararse de la cama y caminar desnuda hacia la ducha instantes después de haber terminado de amarnos. Fue el primer indicio. No volteó la cabeza para ofrecerme un beso como otras veces y no me dejó la puerta del baño abierta para ducharnos juntos.

Debí saberlo.

Será que los hombres, envueltos en la parafernalia trabajólica diaria y sus insospechadas consecuencias, carecemos de la suspicacia suficiente para reconocer ciertos signos. Las señales de una tormenta formándose en el fondo de unas pupilas, de una pregunta que se queda en el aire esperando una respuesta que no llega, del suave y casi imperceptible rictus de su ceño que denota cierto pesar que hasta hace poco no estaba allí.

Debí saberlo.

Esos cafés demasiado largos antes de acostarse, con la mano sobre la frente y el pensamiento en otra parte cuando le preguntaba como estuvo el día. Y sobretodo su mirada. Su mirada que me decía todo y que ahora no me dice nada, distante, fría y opaca. Ésa que ya no es la que me seguía desde la puerta cuando me iba. La que me hablaba con cada uno de sus brillos que me deslumbraban. Ahora hay uno nuevo, desconocido y que solo se enciende cuando corre el visillo del vidrio y mira por la ventana.
Debí saber.

¿Acaso no sabía todo acerca de ella?

¿No conocía acaso hasta el más leve cambio de ritmo de su pecho?

Sabía de sus triunfos y desastres. También de sus rencores no del todo reconocidos; De su disgusto por los compromisos obligados y lo apesadumbrada que se ponía cuando tenía que terminar algo que la molestaba. Sabía de un sinfín de detalles que creo la conocía más que a mi mismo. Al menos eso es lo que creía. Hasta ésta mañana.

La veo llegar montada en sus zapatos de taco alto que moldean perfectamente sus piernas y la elevan tres centímetros por encima mío. Deja en el suelo las bolsas de las compras y me da un beso en la mejilla mientras me pregunta como estuvo el trabajo; Luego se toma el pelo y lo aprisiona con una traba porque caía desordenado sobre su rostro, como si recién hubiera despertado y sé que la acalora y la ahoga. Miro entonces, que la línea habitualmente vertical de sus medias de nylon negras, esta torcida y que las puntas de sus zapatos rojos lucen algo sucias y ligeramente húmedas.

Al no obtener respuesta inmediata, se da media vuelta y se dirige hacia la cocina. Mientras lo hace noto que el cierre de su falda ajustada no esta cerrada por completo y mantiene atrapado entre sus dientes un trozo de la blusa que le regalé la última navidad. Inicio un ademán con mi mano izquierda e intento pronunciar alguna clase de advertencia; No obstante ella ya ha llegado a la cocina y cerrado la puerta por dentro. Ha encendido la radio que esta sobre el mueble adosado a la pared. En el interior de él se guardan ordenadamente platos y vasos, acompañados de un sinnúmero de envases de colores. Todos ellos empleados en las peripecias gastronomicas que me tenía acostumbrado. Porque ya no las hace. También está el pequeño espejo pegado a una de sus puertas en donde retoca antes de salir, las suaves líneas de su lápiz labial, totalmente inexistente en este momento. Abajo, a la izquierda, entre paquetes de fideos y bolsas de azúcar, se encuentra el cuaderno de recetas, manchado de gotas de aceite y restos de harina. El mismo que estuvo perdido desde hace un tiempo. Lo encontré mientras cambiaba el cilindro del gas de la cocina. Hoy día que estuve solo en casa. Estaba algo arrugado y sucio; Pero a salvo entre sus páginas, doblada en cuatro partes iguales, se encuentra aquella carta-nota en una pequeña esquela amarilla que resbaló de entre sus hojas para caer justo al centro de mis pies. Estaba dirigida con cariño hacia ella y contenía una serie de descripciones de una tarde salvaje y apasionada firmada al pie de la página por un hombre que le juraba amor eterno y que no era yo.

El camino de las hormigas

Sucede que acá no hay lo que busco y me resulta a lo menos inquietante suponer que no pueda hallarlo. He caminado esperanzado, haciendo lo posible por estar en calma; a veces neurótico, como quién sabe que las cosas no están bien, ni aquí, ni en mí casa, ni en ninguna parte de éste maldito país. He recorrido desde la primera calle, ¿cómo es que se llama?, ¿Independencia, Libertad, República?. El caso es que empecé por allí y llamé y pegunté y nadie tenía. Les hablé del aviso en la radio que también pasan por televisión, aquél susodicho comercial con la hilera de hormigas y los gritos alarmantes, casi desesperados de una mujer sentada en el piso con un niño en brazos, pero nadie lo había visto o escuchado.

Luego bajé la calle angosta y larga, ésa que se retuerce como una víbora al pasar frente a un grupo de árboles y que desemboca en una vieja iglesia, ésa de la rotonda decorada con las cuatro animitas, una al lado de la otra y sin ningún nombre que las identifique. Animitas anónimas pintadas de blanco; Y llegué acá abajo caminando y pregunté de nuevo. Lo hice en la casa aquella, esa que todos conocen por lo bien provista que se encuentra en su interior, pero que por fuera se cae de vieja. La casa prohibida, y me atendió el joven que llamaron dealer en el diario local una vez que hubo una redada, (las que generalmente no arrojan muchos resultados), y estaba apoyado en el muro haciéndose un cigarrillo con una hoja de Biblia, que con eso quedan santificados creo yo, y medio burlesco me respondió que no tenia, más me ofreció de otras hierbas y polvos que tenía en liquidación, pero que yo no necesitaba. Ya se sabe como son los que negocian, siempre metiéndonos cosas a la fuerza, todo porque el porcentaje que ganan es bueno. Me subí entonces a una Liebre, cosa que suena fantástica, casi mitológica, pero las Liebres acá son taxibuses, vehículos de la colectiva locomoción, que la verdad de las cosas, son una verdadera mierda. Y me vine preguntando a algunos pasajeros y éstos creyeron que yo era cantor callejero y depositaron algunas monedas en mis manos, sin embargo no me contestaron.

Me bajé luego en la parada ocho, que no tiene nombre, solo número, porque nadie la ha bautizado y que está al lado de un Banco y enfrente de una Farmacia. Pensé por un instante en preguntarles, pero estaban repletos. Signo inequívoco del tiempo que vivimos. La gente se agolpa a estos sitios buscando remedios para sus males, pero es difícil que un crédito o un fármaco mejore el estado crítico de las cosas, pero continúan vociferando frente al mostrador, ignorantes de su desdicha.

Dirijo mis pasos a continuación hacia la vereda oeste, cruzando por el paso peatonal o de cebra que le decía mi niña cuando era chica y no es para la risa, pero más de alguna vez me preguntó que tenían que ver las africanas bestias con aquel lugar y yo sonreía con su inocencia, que si que lo era pese a que tenia trece, es que antes era diferente, me advierte como siempre mi abuela, y yo le encuentro toda la razón. Ayer en la tarde una chica de doce le ofreció a mi vecino, tipo viejo que maneja un taxi, que se lo chupaba por cinco mil, lo peor de todo es que no aceptó solo por que encontró el precio muy alto.

Estoy en mis elucubraciones profundas cuando a la vuelta de la esquina me encuentro con Hugo y su perro amigo. Bromea acerca de la noche anterior y de no se que apuesta. El perro mueve la cola rastreramente y se sonríe y yo no me acuerdo de nada, apenas me acuerdo de quién es y de que alguna vez fuimos amigos, pero ya no lo somos, así es que me despido de ambos y prometo volvernos a ver, (cosa que de seguro no haré), y me alejo. Hugo se marcha en dirección contraria, se va discutiendo con su perro amigo, que anda con él para todas partes y que se le quiere parecer, pero que nunca lo lograra porque son de estirpes diferentes y frente a aquello no hay nada que hacer. Luego doblaron por un pasaje y no los volví a ver. Nunca mas.

Pregunté entonces en el volteadero de tercera, que así es como le dicen al motel rasca de la esquina, el de la calle que atraviesa hacia el norte y que tiene un letrero de luces llamativas y una puerta trasera oculta entre unas enredaderas que se enroscan hasta el inicio de la ventana. Me atendió una mujer de edad indefinible, de rostro adusto y cansado. Apenas le mencioné a lo que venia, me echó a garabato limpio, aunque dudo que éstos lo puedan ser y cerro la puerta por dentro. Acaso tenía mucho trabajo, que la demanda es harta y el dinero bueno. El pueblo requiere descargarse mas seguido y en sus casas les falta lo que buscan por ahí y por allá. Bien por todos ellos.

Se me ocurrió entonces llamar a mi hermana mayor por teléfono. Sé que puede ser algo inoportuno, quizás hasta inapropiado viniendo de un hermano, sin embargo lo hice de todas maneras, pues recordé que tenia uno la semana pasada y no le vendría mal compartirlo conmigo, pero no contestó el llamado. Ahora nunca lo hace.

Decidido a hacer otro intento, me fui directo al colegio de mi hijo y le pregunté a la maestra de historia y no me dijo nada, ni siquiera me miró, no quiso, no le dio la gana abrir la boca, aunque la tenia llena de algo y ya se sabe como son las profesoras cuando toman café u otras cosas, que el desayuno fue escaso y el café relaja la neura para soportar a las bestias estudiantes de hoy en día ¿o alguno de uds. piensa que no lo son?
Después me dirigí al edificio público, con sus bruñidos pasamanos de bronce y vidrios relucientes como espejos. Le hablé a la secretaria de informaciones. Le pedí me informara en donde encontrar uno, todo con mucho respeto por supuesto, que es lo que mas tengo, sin embargo la joven mujer persistió en ignorarme. Porque era joven y por ciertos gestos inequívocos, supuse insatisfecha, no se en que sentido, pero en mas de alguno era seguro, lo presentí en la forma en que arqueó la ceja izquierda y en el mohín caprichoso de su boca. Quizás sea otra de aquellas, las que dice el viejo de mí padre, que de mujeres si sabe, (sino pregúntenle a mi madre), una flacucha idiota, compulsiva y anorgasmica. Pero he de suponer que su absoluta falta de atención obedece a su estado intrínseco de ser mujer y pasar por esa especie de vorágine mensual de hormonas que la afecta, y no es que sea machista, mas bien soy un tipo realista, que se da cuenta que igual nos tienen jodidos, (a veces demasiado). El asunto es que me rechaza sin contemplaciones y me dice que no hay lo que busco, mirando hacia otra parte y tomando el teléfono en su mano, aunque se bien que no habla con nadie. Ella habla sola.

Me voy luego hacia enfrente, que allí está la alcaldía y es muy probable que ellos tengan o me consigan, que para eso son buenos y que si tengo suerte me encuentro un conocido que puede que me mueva, maneje u obtenga lo que busco. Aquí con suerte y con un amigo se consigue de todo. Entonces llego y me voy a la oficina de asuntos públicos, que como tal, está repleta de éstos. Comento en voz alta que larga esta la cola y escucho decir la fila a un joven que me corrige y que mira insistentemente el cierre de mi pantalón. Llegado al fin mi turno, la mujer de voz en off y ademanes sincrónicos y autómatas, me asegura que me equivoqué de ventanilla y me envía al segundo piso, que es allí a donde debí ir al principio, pero al llegar descubro que la ventanilla está cerrada y le preguntó a un funcionario que pasa y que funciona mal, como que muy alterado y me dice que la atención es a horas determinadas y no a la que a mi se me ocurra y a mi se me ocurre cada cosa que mejor no le digo.

Defraudado entonces, me marcho de aquel sitio y camino por la costanera hasta que bajo a la playa y le pregunté por si acaso a dos turistas, que parece que como que acampaban en el lugar porque vi una frazada tirada en un rincón y un par de ollas, negras las pobres por el fuego, y también un chuico, que ya no hay de esos, mas bien una garrafa llena vino, porque el agua la tenían en botellas y un montón de otros cachivaches, que llegué a pensar que estarían por bastante tiempo. Pero no eran tal cosa, pues venían a machetear, matutear y hasta a putear, según confesó la mujer turista cuando me ofreció su atento servicio, más no era lo que estaba buscando, que sin pecar de modesto, tengo lo que necesito y gratis, que los que pagan yo pienso que pagan bien justamente porque no tienen y que todo trabajo cuesta sudor y lágrimas y que hasta éste es en cierta forma digno, aunque a algunos indigne.

Seguí de nuevo caminando por la costa hacia el sur, hasta el hotel aquel, que tiene mas de alguna estrella y vidrios polarizados y como que una gran piscina casi pegadita al mar, con palmeras tropicales y aunque esas no son naturalmente de aquí, pero artificialmente si están. Y el hombre de la entrada preguntó primero que yo que a quién buscaba y en que piso y fue aquí que el hombre enrojeció hasta la raíz del pelo cuando le hice mi pregunta y envió a dos jardineros, que pensé que eran tal, pues se encontraban medio ocultos entre los árboles. Me cogieron ellos de ambos brazos y me invitaron a abandonar el lugar, previa feroz patada en medio de mis enflaquecidas nalgas y otra sarta de insultos gratuitos.

Luego de toda esta desilusionante búsqueda, decidí darme por vencido y volver a casa, cansado de buscar lo que nadie tenia y que parece no querían tener. Volví con la moral por el suelo, podría decirse que hasta un poco triste, porque los caminos siempre son los mismos y cada vez repetimos el transitar por ellos, como oliendo el rastro que alguien nos dejo, como una huella indeleble marcando el mismo destino que no va a cambiar, porque así están las cosas. Salir a buscar cada día con la ilusión debilitada, buscar en las miradas, en el olor del aire, en lo ardiente del cemento, el milagro inesperado que no llega, ¿para que? Y le conté a mi mujer y ella dijo que no importaba, que no fuera tonto, y siempre dice lo mismo. Y todo sigue igual.

Despedidas

Las despedidas son en su génesis un último acercamiento a aquello que nos cautiva y compromete. Siempre cuando decimos adiós a cualquier cosa por la cual sintamos afecto, estamos en el fondo afianzando aún más ése sentimiento y a la vez dejando entreabierta la posibilidad cierta del regreso. Es cierto que algunas anuncian que son para siempre, pero nunca lo son.
Existen muchos tipos de despedidas y abarcan un amplio espectro. Las hay desde la más tierna hasta la más despiadada. Las hay poéticas, históricas y hasta desesperadas. Pero sin duda cualquiera que de ellas fuere, nos provoca cierto tipo de resignación que alivia en parte el abandono. Independiente del tipo que sean o como sean. Todas ellas marcan invisibles puntos de retorno en nuestra bitácora emocional. Una suerte de prólogo a nuestro regreso. Y bien es sabido que siempre se regresa. Al hogar, al amor perdido, a la muerte esquivada, al trabajo, a la desdicha y de nuevo a la despedida. Siempre estamos de regreso y por esto las despedidas.
Por el contrario, el marcharnos sin despedirnos conlleva la despiadada indiferencia a lo que dejamos atrás. El más absoluto desprecio a lo que nos rodeaba y la seguridad plena del no regreso.
En la ola de suicidios que afectaron al pueblo costero de Tongoy,  la mayor parte de los suicidas no dejaron ninguna nota o indicio del motivo de su drástica decisión.