martes, 16 de junio de 2009

La mejor receta

Fue un presagio. Esa manera rápida de pararse de la cama y caminar desnuda hacia la ducha instantes después de haber terminado de amarnos. Fue el primer indicio. No volteó la cabeza para ofrecerme un beso como otras veces y no me dejó la puerta del baño abierta para ducharnos juntos.

Debí saberlo.

Será que los hombres, envueltos en la parafernalia trabajólica diaria y sus insospechadas consecuencias, carecemos de la suspicacia suficiente para reconocer ciertos signos. Las señales de una tormenta formándose en el fondo de unas pupilas, de una pregunta que se queda en el aire esperando una respuesta que no llega, del suave y casi imperceptible rictus de su ceño que denota cierto pesar que hasta hace poco no estaba allí.

Debí saberlo.

Esos cafés demasiado largos antes de acostarse, con la mano sobre la frente y el pensamiento en otra parte cuando le preguntaba como estuvo el día. Y sobretodo su mirada. Su mirada que me decía todo y que ahora no me dice nada, distante, fría y opaca. Ésa que ya no es la que me seguía desde la puerta cuando me iba. La que me hablaba con cada uno de sus brillos que me deslumbraban. Ahora hay uno nuevo, desconocido y que solo se enciende cuando corre el visillo del vidrio y mira por la ventana.
Debí saber.

¿Acaso no sabía todo acerca de ella?

¿No conocía acaso hasta el más leve cambio de ritmo de su pecho?

Sabía de sus triunfos y desastres. También de sus rencores no del todo reconocidos; De su disgusto por los compromisos obligados y lo apesadumbrada que se ponía cuando tenía que terminar algo que la molestaba. Sabía de un sinfín de detalles que creo la conocía más que a mi mismo. Al menos eso es lo que creía. Hasta ésta mañana.

La veo llegar montada en sus zapatos de taco alto que moldean perfectamente sus piernas y la elevan tres centímetros por encima mío. Deja en el suelo las bolsas de las compras y me da un beso en la mejilla mientras me pregunta como estuvo el trabajo; Luego se toma el pelo y lo aprisiona con una traba porque caía desordenado sobre su rostro, como si recién hubiera despertado y sé que la acalora y la ahoga. Miro entonces, que la línea habitualmente vertical de sus medias de nylon negras, esta torcida y que las puntas de sus zapatos rojos lucen algo sucias y ligeramente húmedas.

Al no obtener respuesta inmediata, se da media vuelta y se dirige hacia la cocina. Mientras lo hace noto que el cierre de su falda ajustada no esta cerrada por completo y mantiene atrapado entre sus dientes un trozo de la blusa que le regalé la última navidad. Inicio un ademán con mi mano izquierda e intento pronunciar alguna clase de advertencia; No obstante ella ya ha llegado a la cocina y cerrado la puerta por dentro. Ha encendido la radio que esta sobre el mueble adosado a la pared. En el interior de él se guardan ordenadamente platos y vasos, acompañados de un sinnúmero de envases de colores. Todos ellos empleados en las peripecias gastronomicas que me tenía acostumbrado. Porque ya no las hace. También está el pequeño espejo pegado a una de sus puertas en donde retoca antes de salir, las suaves líneas de su lápiz labial, totalmente inexistente en este momento. Abajo, a la izquierda, entre paquetes de fideos y bolsas de azúcar, se encuentra el cuaderno de recetas, manchado de gotas de aceite y restos de harina. El mismo que estuvo perdido desde hace un tiempo. Lo encontré mientras cambiaba el cilindro del gas de la cocina. Hoy día que estuve solo en casa. Estaba algo arrugado y sucio; Pero a salvo entre sus páginas, doblada en cuatro partes iguales, se encuentra aquella carta-nota en una pequeña esquela amarilla que resbaló de entre sus hojas para caer justo al centro de mis pies. Estaba dirigida con cariño hacia ella y contenía una serie de descripciones de una tarde salvaje y apasionada firmada al pie de la página por un hombre que le juraba amor eterno y que no era yo.

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